“Estas manifestaciones de apoyo se expresan en el deseo de humillar al pandillero, verlo sufrir, ver cómo su humanidad pasa a un segundo plano llegando a volverse un vulgar espectáculo, en donde, lo más primario del ser humano sale a flote”
Bukele representa una forma adaptada, a los tiempos de las redes sociales y del marketing, de líder político que, mediante su performance, permite que las personas puedan canalizar sus miedos y temores más profundos y, claramente, su odio. Usualmente este último surge ante la amenaza latente de un enemigo concebido como la mayor amenaza de la sociedad.
Este rockstar de las plataformas digitales adelanta una ofensiva contra la democracia en su país, la cual, tras los acuerdos de paz de 1992 firmados en Ciudad de México, ha logrado dejar en vilo los avances en pro de un modelo que garantizara los derechos humanos, la lucha contra la desigualdad y la pobreza, representados en la victoria del candidato de la antigua guerrilla del FMLN. Esta deriva ha llevado a que los derechos humanos en el país centroamericano estén en alerta roja por la instauración progresiva de un régimen cada vez más autoritario, al punto de llegar a detenciones indiscriminadas. Con base en el más reciente informe de Amnistía internacional, alrededor de 60.000 detenciones fueron arbitrarias debido a que no cumplían con los requisitos legales.
Siempre que me paro a leer sobre el futuro dictador de El Salvador, recuerdo un libro clave de la psicología latinoamericana, Estética de lo atroz del profesor Edgar Barrero Cuéllar, texto que nos recuerda que nuestra forma de relacionamiento ha estado amparada por una serie de patrones históricos que han moldeado nuestra cultura. El desprecio a las personas indígenas y negras, expresado en aberraciones tales como el cepo y el desmembramiento producido por el ataque de furiosos perros, ha impactado tanto obras de arte como aquel grabado de 1602 titulado «Pizarro suelta a los perros», nos demuestran cómo nuestra cultura se formó alrededor de la deshumanización y el dolor.
Cada vez que el nuevo autoritario publica videos sobre el tratamiento que se le da a los reos de su país, entiendo que esto que nos dijo Cuéllar sigue latente, en este caso, auspiciado por un Estado. Lo más dantesco de esta situación es ver el goce que produce la figura presidencial y la guerra contra la pandilla en el ciudadano.
Estas manifestaciones de apoyo se expresan en el deseo de humillar al pandillero, verlo sufrir, ver cómo su humanidad pasa a un segundo plano llegando a volverse un vulgar espectáculo, en donde, lo más primario del ser humano sale a flote. En la concepción de guerra contra las pandillas del dictador millennial no existe la defensa de los derechos humanos y muchísimo menos la dignidad humana.
Si queremos una sociedad latinoamericana comprometida con la defensa de la vida, debemos de dejar de replicar modelos donde la destrucción del otro sea el imperativo. Aún más cuando estos se valen del sustrato psicosocial de sociedades atravesadas por historias de violencia, destrucción y deshumanización. Se debe de alertar sobre el peligro que supone la romanización de Bukele por parte de la extrema derecha más rancia, la cual tiene en un pedestal a este personaje junto al nefasto y siniestro Jair Bolsonaro.
Valdría la pena cada vez que se hable del tema de Bukele y de los aspirantes a ser el Bolsonaro de sus ciudades o países, recordar que, en El Salvador, no hace muchas décadas el psicólogo e intelectual Ignacio Martín-Baró alertó sobre los peligros que trae el uso de las emociones y miedos en sociedades edificadas sobre conflictos violentos, en especial, cuando la sociedad civil normaliza el exterminio. Es sumamente alarmante que la respuesta a cada problema sea la eliminación del adversario.
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