El auge de los biocombustibles en Argentina ha impulsado la producción de soja, clave para el biodiésel. Sin embargo, este crecimiento genera desafíos para los pequeños productores, que enfrentan competencia con grandes empresas y dificultades para acceder al mercado, poniendo en riesgo su sostenibilidad económica.
Mientras el mundo busca alternativas más limpias a los combustibles fósiles, Argentina ha apostado fuertemente por los biocombustibles. Con una estructura productiva basada en el agro, el país logró posicionarse como uno de los principales exportadores de biodiésel —derivado casi exclusivamente de aceite de soja—. A simple vista, esto representa una oportunidad estratégica: generación de divisas, desarrollo industrial en zonas rurales y aporte a la transición energética. Sin embargo, detrás de esta promesa verde, emergen una serie de conflictos estructurales que reconfiguran el modelo agrario argentino y sus consecuencias sociales, económicas y ambientales.
Pero, ¿Que es el biocombustible? Es una fuente de energía renovable producida a partir de biomasa, es decir, materia orgánica de origen agropecuario, agroindustrial o desechos orgánicos. En Argentina, los principales biocombustibles son Biodiésel: Producido principalmente a partir de aceite de soja. Bioetanol: Derivado del maíz y, en menor medida, de la caña de azúcar. Biogás: Generado a partir de la descomposición anaeróbica de residuos orgánicos.
Los beneficios no son menores. El auge de los biocombustibles implicó la creación de nuevas plantas industriales en provincias como Santa Fe, Córdoba y Tucumán, el crecimiento de cadenas de valor agroindustriales. Para ciertos sectores del agro —especialmente los grandes productores y empresas agroexportadoras— la demanda sostenida de soja y maíz ha significado una fuente de ingresos adicional y más estable que los mercados internacionales de granos. Además, el bioetanol ha incentivado la producción cañera en el norte del país, generando empleo en economías regionales históricamente postergadas.
Sin embargo, el impacto no es homogéneo ni neutro. La producción de biocombustibles en Argentina está fuertemente concentrada: grandes empresas controlan la mayor parte de la cadena, desde el campo hasta la exportación. Las pequeñas y medianas explotaciones muchas veces quedan relegadas, sin capacidad para ingresar al circuito industrial ni para beneficiarse de los subsidios y beneficios fiscales. Este fenómeno no hace más que profundizar la concentración económica en el agro.
Desde el punto de vista ambiental, el panorama tampoco es alentador. El crecimiento de los biocombustibles está estrechamente ligado al modelo de monocultivo intensivo de soja y maíz, con sus consecuencias nocivas. A esto se suma un dilema económico: ¿puede el agro sostener simultáneamente su función alimentaria y energética? El desvío de cultivos como el maíz hacia la producción de bioetanol ya ha tenido impacto en los precios de alimentos básicos. En un país con altos niveles de pobreza e inseguridad alimentaria, priorizar el combustible por sobre el plato puede convertirse en un problema estructural. De hecho, diversos sectores sociales y cooperativas rurales advierten sobre la amenaza que representa este modelo para la soberanía alimentaria.
Los biocombustibles aparecen como una espada de doble filo para el agro argentino. Si bien representan una oportunidad económica, también profundizan un modelo agrario excluyente, contaminante y orientado al mercado externo. El desafío está en discutir qué tipo de transición energética queremos, y si es posible construir una matriz verdaderamente sustentable sin transformar de raíz la estructura productiva y la distribución de la tierra. Porque no se trata solo de qué producimos, sino de para quién y a qué costo.
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