(Crónica con Tour de Francia y una obra de Samuel Beckett)
Aprender a montar en bicicleta es una experiencia de la infancia, o, a más tardar, de la adolescencia. Es, además, una vivencia feliz, una conquista del equilibrio andante, una especie de interpretación de la libertad y la imaginación. Su predecesor, con el nombre de celerífero o caballo de ruedas, fue inventado por un francés que jamás existió: el conde Mede de Sivrac, en 1791. No obedeció a un desarrollo de tecnologías, a ningún perfeccionamiento mecánico, sino a la alegría de diseñar un artefacto ambulante.
Precursores fueron también la draisiana alemana y el velocípedo escocés, hasta cuando en 1860, en Francia, Pierre Michaux le puso pedales y ahí sí surgió la bici, la de los bulevares, las aceras y las calles, la sucedánea urbana del caballo. Toda una presencia móvil capaz de seducir a jóvenes y viejos.
Hubo días en que tener una cicla era un lujo. Cualquiera no la conseguía. En algunos pueblos y ciudades, se erigió con rapidez en un medio de transporte para los obreros. Crecí en un poblado de chimeneas fabriles y talleres ferroviarios, con bicicletas de todas las horas que conducían a los trabajadores a sus turnos de factoría. Tenían parrilla y bombilla delantera, dinamo y corneta. Había Philips y Humber, pesadas, llenando las calles, algunas sin asfalto, convocadas por los pitos de las fábricas, que se escuchaban desde cualquier barrio, como si se tratara de un reflejo condicionado.
No hubo, en mi caso, ninguna bicicleta de infancia. Ni siquiera un triciclo. Las alquilábamos, ya en la adolescencia, donde Medina, en el barrio Prado, y a veces en otro “alquiladero” del barrio El Congolo. Eran armatostes descaecidos, descovalados, chocados. Cuántas caídas en esas “burras” que se alquilaban por un cuarto de hora, por media hora, por sesenta minutos. En ellas íbamos a Manchester, a La Cumbre, a Niquía, y en ocasiones por la autopista hasta Copacabana. Cuando no teníamos cómo pagar, las tirábamos en la acera y salíamos corriendo. Era sellar una condena: jamás nos volverían a alquilar ninguna de esas “chatarras”.
La bicicleta, y, más que ella, los ciclistas, nos volvieron adoradores de héroes de la Vuelta a Colombia, en días en que uno no se podía perder la llegada de una etapa y había que ir a las carreteras a ver el paso de leyenda de Cochise, el Ñato Suárez, el Tigrillo de Pereira, el León del Tolima, y a veces, a esperar a un pedalista que se volvió parte de una mitología, porque siempre arribaba último a la meta: el negrito Lucumí. Años después, cuando ya la adolescencia era un recuerdo, nos dimos cuenta de una situación: Godot, el de Samuel Beckett, era un ciclista que tardaba mucho para llegar a su destino en el Tour de Francia, sí, así como el negrito Jesús María Lucumí.
Conservo una inolvidable imagen de domingo por la mañana, cuando las piernas de Lucía pedaleaban lentas, seguras, el sol sacándole brillos sensuales a la piel. La chica, con su “short”, mostraba los muslos móviles y se sentía única en el mundo, en ese mundo que entonces era apenas el barrio, con sus calles alargadas y sus casas de antejardines florecientes. Tenía una Monark, turismera, cachoncita. Se veía ella, Lucía, tan atractiva en su pose de ciclista avezada, y se sentía bien, cual reina, siendo observada por ojos lelos, quizá concupiscentes. Flor matinal sobre dos ruedas en perfecto equilibrio.
La bicicleta, hoy sinónimo de ecología, de conservación del medio ambiente, en fin, ha tenido presencias literarias y en el cine. Ladrón de bicicletas (1948), filme de Vittorio de Sica, no solo es una destacada muestra estética del neorrealismo italiano, sino un hito cinematográfico que marcó a muchas generaciones. Es la aventura de un desempleado de los arrabales de Roma que, de pronto, se hace a un puesto: pegador de carteles, que requiere una cicla. La suya la había empeñado antes y su esposa, para ayudarle en el trance, entrega tres pares de sábanas para recuperarla. Y después comenzarán las peripecias cuando al hombre le roban su bicicleta.
Una hermosa leyenda cuenta que una tarde el escritor irlandés Samuel Beckett se detuvo junto a una carretera cuando ya había pasado la caravana del Tour de Francia. Había un corrillo que en apariencia esperaba a un ciclista que faltaba por pasar. “¿A quién esperan?”, preguntó Beckett. “Estamos esperando a Godot”, que era el más viejo y lento de los ciclistas participantes. “¿Acaso será un esteta de la derrota?”, se pudo preguntar el dramaturgo que, en 1952, publicaría Esperando a Godot, sobre el absurdo existencial. ¿Existió Godot? Qué importa. Le sirvió al poeta para su obra sobre el tedio de vivir. Beckett ganó el Nobel de Literatura en 1969.
El antropólogo Marc Augé escribió uno de los libros más interesantes sobre la bicicleta (Elogio de la bicicleta) en el que, entre otros asuntos, recuerda sus días de infancia y adolescencia, pero, sobre todo, la mitología que creaba el Tour de Francia, con ciclistas como el italiano Fausto Coppi y el español Federico Martín Bahamontes, el Águila de Toledo. Tiempos en que el evento lo cubrían escritores como Dino Buzzatti y Boris Vian. En su texto, plantea la utopía de la bicicleta como transformadora de la ciudad.
En sus Historias de Cronopios y de Famas, Julio Cortázar tiene un relato sobre la bicicleta (Vietato introdurre biciclette). Hemingway, Tolstoi, Sylvia Plath, Miguel Delibes, entre otros escritores, ponen a la bicicleta como un vehículo estelar que promueve imaginaciones y otras aventuras.
El uso masivo de la bicicleta debería, como lo sugiere Marc Augé, hacer una revolución en las ciudades. El hombre y la bicicleta, una sola entidad, deben ganar la lucha. La utopía surrealista de la cicla ya la concretaron Astor Piazzolla y Horacio Ferrer, con una polca/tango, La bicicleta blanca que tenía como manubrios los cuernos de una cabra: “vos sabés que ganar no está en llegar sino en seguir”, como Godot, como el negrito Lucumí.
Nota: El conde Mede de Sivrac lo creó un periodista francés del siglo XIX que quería atribuir el invento de la cicla a uno de sus compatriotas.