Batalla cultural: replantear Colombia desde adentro

Colombia es violenta. No se trata únicamente de un dato estadístico, de una referencia que ocupa espacios en los informes internacionales o en los titulares de prensa. Es un fenómeno que va más allá de lo empírico, un tejido social desgarrado por décadas de sufrimiento, idolatrías erradas y un pacto no escrito con la barbarie. La violencia no es una anomalía; es un pilar sobre el que parece haberse edificado nuestra cultura, una tragedia cotidiana normalizada al punto de convertirse en el eje de nuestras relaciones.

En el centro de este mal endémico está la cultura, o más bien, su ausencia. Durante generaciones, Colombia ha carecido de una estructura educativa y cultural que sirva como dique frente al avance de la violencia. En lugar de encontrar en las artes, en las ciencias y en la historia herramientas de transformación, hemos permitido que estas sean relegadas, vistas como un lujo inalcanzable para muchos y, peor aún, como una amenaza para los que se benefician de la ignorancia.

El resultado de esta carencia es evidente: una sociedad donde figuras como Pablo Escobar, Fabio Ochoa quien recientemente fue recibido en el país como una celebridad o los múltiples íconos de la criminalidad no solo son recordados, sino exaltados. Mientras que otros pueblos analizan su pasado para encontrar lecciones que prevengan la repetición de errores, en Colombia hemos tergiversado ese ejercicio. Aquí, recordar significa idolatrar, y en ese ejercicio hemos convertido a los victimarios en héroes culturales.

La falta de cultura, que debería ser un llamado de urgencia para quienes gobiernan, ha sido tratada con una indiferencia que bordea lo criminal. Colombia no solo es víctima de la violencia, sino también de la precariedad educativa que perpetúa un ciclo de miseria y adoctrinamiento. En las regiones más vulnerables, los niños no encuentran en la escuela un espacio de protección y aprendizaje, sino un escenario de abandono que los arroja, sin alternativa, al reclutamiento armado, al sicariato o al narcotráfico.

La exaltación de la violencia no se limita al campo armado. Está presente en nuestras calles, en nuestros hogares, en los discursos cotidianos. Frases como “el vivo vive del bobo” o “plata o plomo” no son inocuas. Representan la glorificación de la fuerza, el desprecio por el trabajo honesto y la normalización de la trampa como herramienta para escalar socialmente. Estas expresiones son un reflejo de una nación que ha perdido el rumbo, que ha permitido que la ética sea sustituida por la conveniencia y la barbarie.

Esta batalla no se ganará con leyes o con políticas públicas que se queden en el papel. Requiere un cambio de paradigma, un enfrentamiento directo con la raíz del problema: nuestra cultura. Es imperativo reconstruir los cimientos mismos de nuestra identidad, desmantelar el culto a la violencia y erigir en su lugar un modelo basado en el respeto, la educación y la dignidad.

La tarea es monumental, pero no imposible. Debemos rescatar el valor del arte, de la literatura, de la historia; devolverles su lugar como herramientas de resistencia frente a la violencia. Es imperativo que las instituciones asuman su responsabilidad, no solo como administradoras del orden, sino como agentes activos en la formación de una ciudadanía consciente y crítica.

Colombia no puede seguir siendo el país que normaliza su tragedia, que convive con el horror como si fuera parte de su esencia. Es hora de reconocer que nuestra violencia no es un destino inevitable, sino una consecuencia de décadas de negligencia cultural y educativa. La batalla que enfrentamos no es solo contra la criminalidad o la corrupción; es una batalla cultural, una lucha por el alma misma de la nación.

Esta revolución no será rápida, ni sencilla, pero es necesaria. Porque solo cuando erradiquemos de nuestra esencia la normalización de la violencia, podremos aspirar a un futuro donde Colombia deje de ser sinónimo de sangre y se convierta en un ejemplo de transformación y esperanza.

Juan Diego Vélez Forero

¡Hola! Soy Juan Diego Vélez Forero; un joven que en medio de una Colombia que regresa a un pasado que nos dejó un futuro colmado de incertidumbres y en donde diariamente se normaliza la desgracia; no quiere ser de la generación que permitió que su país, se diera por perdido

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