Autonomía en juego: no a la reforma de ordenamiento territorial

Imaginemos por un momento que el mapa de nuestro territorio es un tablero de ajedrez. Durante décadas, las piezas –alcaldías, gobernaciones, comunidades, agricultores, empresarios– han aprendido las reglas del juego y han jugado con ellas; a veces, torpemente, pero siempre con la posibilidad de mover y responder.

La propuesta de reforma del ordenamiento territorial que hoy pretende imponerse es, en términos sencillos, cambiar las reglas del tablero a mitad de partida; no solo remueve piezas, sino que reduce el poder de quien las mueve. Eso no es una reforma: es sustitución de la libertad local por planificación centralizada.

Un documento del ICP (ver AQUÍ) que analiza esas reformas lo deja claro: hay un riesgo real de pérdida de autonomía territorial, de incertidumbre jurídica para actividades productivas (agricultura, minería, vivienda) y de un desplazamiento de decisiones hacia instancias lejanas que no conocen, ni viven ni sufren las realidades locales. Para un liberal clásico o para un libertario –y para cualquiera que valore la autonomía individual y la rendición de cuentas– eso es inaceptable.

¿Por qué? Primero, porque el ordenamiento territorial no es un capricho técnico: es la columna vertebral de la economía local. Cuando el Estado central decide sin diálogo ni claridad sobre usos de suelo o zonas de protección alimentaria, lo que ocurre es lo mismo que cuando un jardinero ve venir una retroexcavadora sin aviso: cultivos arrancados, fuentes de sustento destruidas, contratos incumplidos. El informe recoge ejemplos de normas y decretos recientes (resoluciones, zonas de protección, entre otros) que han generado confusión y levantado alertas tanto en el sector privado como en la vigilancia fiscal y judicial. Esa incertidumbre erosiona inversiones, empleo y la confianza que las personas necesitan para planificar su vida y su trabajo.

Segundo, porque la centralización es un imán para la captura y la arbitrariedad. Entregar más potestades a entidades distantes sin mecanismos claros de control es regalar poder a la discrecionalidad. En lenguaje sencillo: cuando el único que decide no conoce la parcela, las costumbres, la economía ni la sazón del pueblo, haciéndolo además desde su torre de marfil, ineludiblemente, acostumbra a equivocarse. El resultado habitual es un doble castigo para la comunidad: pierde la capacidad de resolver y, asimismo, queda a merced de decisiones que no contemplan la diversidad territorial.

Tercero, la reforma promete efectividad, pero a menudo entrega opacidad. El documento vincula la propuesta normativa con un cúmulo de resoluciones sectoriales y casos que han terminado en incertidumbre jurídica –incluso en pronunciamientos y reclamos ante instancias de control– lo que demuestra que la “eficiencia” de escritorio se paga luego con litigios, costos y paralización. La experiencia reciente con decretos que afectaron la delimitación de reservas o la actividad minera ha confirmado que la rapidez sin claridad se vuelve inseguridad jurídica.

Entonces, ¿qué proponemos desde una posición liberal-libertaria y sensata? Primero, defender la subsidiariedad: decidir cerca de quien vive la tierra; las comunidades y los gobiernos locales deben ser quienes diseñen y ejecuten los planes de uso del suelo, con reglas claras y límites constitucionales. Segundo, estabilidad normativa: cualquier cambio debe venir acompañado de reglas de transición que respeten contratos, inversiones y derechos adquiridos; no puede haber trampas legales que conviertan al ciudadano en víctima de un ajuste administrativo retroactivo. Tercero, transparencia y participación real: consultas verdaderas, no simuladas; acceso a la información y mecanismos efectivos de control para evitar captura.

No se trata de ser anti-Estado por principio; se trata de ser pro-libertad, pro-propiedad y pro-responsabilidad local. Las reformas legítimas se construyen sobre el respeto a la autonomía, la previsibilidad del derecho y la participación efectiva. Hoy defendemos esos principios porque, si no lo hacemos, mañana serán los vecinos, los campesinos y los pequeños empresarios quienes paguen la factura.

La invitación es clara: exijamos que cualquier cambio sea debatido en las plazas y en los concejos, que respete la Constitución y la jurisprudencia, y que coloque la libertad y la responsabilidad local en el centro de la política territorial. Si permitimos que cambien las reglas del tablero a mitad de la partida, habremos perdido algo más que suelo: habremos perdido la capacidad de decidir sobre nuestro propio destino. Y en esa pérdida nadie gana; todos perdemos.


La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.

Carlos Noriega

Barranquillero. Administrador de empresas con varios años de experiencia en formulación y ejecución de proyectos productivos de capital privado, público y mixto. Chairman & Chief Executive Officer y miembro fundador del medio digital liberal/libertario El Bastión y de la Corporación PrimaEvo.

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