El atentado contra el senador y precandidato presidencial por el Centro Democrático, Miguel Uribe Turbay, debe generar una profunda reflexión en el seno de nuestra aún convulsionada y violenta sociedad, aunque esta afirmación pueda sonarles a muchos como frase de cajón.
Más allá de la autoría material e intelectual del intento de magnicidio; del lánguido, bizarro y surrealista pronunciamiento del presidente Petro frente a este episodio; de las evidentes fallas del esquema de seguridad del político que lucha por su vida en una UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) y del discurso incendiario patrocinado desde los grupos de poder contra los opositores del Gobierno del Cambio, algo se rompió hace ya bastante tiempo en las entrañas del “País del Sagrado Corazón”.
¿Qué lleva a un niño a hacerse partícipe de un plan maquiavélico como el que se fraguó para atentar contra la vida de un político prominente como Miguel Uribe? Claro está, si las investigaciones ratifican su participación en este crimen mayor. Se podrán argumentar cuestiones psicosociales como el abandono, la violencia intrafamiliar, la falta de oportunidades y la desorientación, pero el quid del asunto es más complejo.
Verbigracia, el hecho de que este presunto ejecutor del atentado haya sido dejado solo y a su suerte –quizá con la intención de que la seguridad del senador lo hubiera abatido en el lugar–, colocan al adolescente indiciado en calidad de peón de una intrincada partida de ajedrez. Un claro y evidente ejemplo de carne de cañón, como dirían otros.
Ofrezco excusas a los lectores por no centrar el contenido de este escrito de opinión en las causas, el desarrollo y las consecuencias del atentado del pasado 7 de junio en la tarde, toda vez que el hecho de ser padre de dos adolescentes de 15 y 16 años me motiva a abordar el tema desde otra arista, que espero ilustrar con suficiencia a renglón seguido.
El reciente asesinato de un niño de 14 años en la localidad capitalina de Usme (Bogotá Colombia), hecho atribuido a otros dos adolescentes, incluida su exnovia, podría ser visto como un hecho aislado y que absolutamente nada tiene nada que ver con el hasta ahora fallido intento de magnicidio ocurrido en la zona comercial del barrio Modelia, en el occidente de Bogotá.
En mi opinión, son en apariencia dos hechos inconexos, pero con una especie de correspondencia unívoca. La noche del sábado escuchaba a los periodistas y presentadores de varios telenoticieros decir que ellos creían que en Colombia se había superado ya la participación de menores de edad en la comisión de asesinatos, pero que el atentado de Modelia los retrotrajo a magnicidios ocurridos en los años setenta, los ochenta e, incluso, los noventa, cuando muchos niños fueron empleados como autores materiales. Una afirmación que desconoce la realidad de barriadas en Bogotá, Cali, Medellín y otras ciudades, donde niños sicarios se contratan por sumas irrisorias.
Ahora bien, en su discurso público y privado, Miguel Uribe Turbay siempre se ha referido con valentía a la urgencia de que Colombia vuelva a transitar la senda de la seguridad como eje trasversal de cualquier política pública de gobernabilidad y gobernanza. Para él, esta apuesta de país es la necesaria para combatir la criminalidad y la violencia que se pasean rampantes por las calles y los campos colombianos.
Para mí gusto, la seguridad es una parte trascendente de la solución, pero que está englobada en un concepto mayor y que jamás hemos comprendido en estas latitudes: el imperio de la ley. Los actuales intentos de socavar las columnas de nuestra democracia desde la misma institucionalidad, el terrorismo en todas sus aristas, el crimen organizado, el delito común, los atentos contra la vida y los bienes de las personas del común, los delitos de cuello blanco, la corrupción desbordada, la participación de niños en hechos de violencia como los dos que he mencionado, entre otros tantos, se verían limitados si predominara el imperio de la ley.
Un escenario donde cada ciudadano, desde sus primeros años hasta los postreros, sea consciente de las graves consecuencias que tendría en su vida la transgresión de la ley, incluso en situaciones convencionales y de orden menor. Una sociedad donde los derechos jamás superen en importancia a los deberes y en donde el incumplimiento de los segundos este en equilibrio con los primeros, con absoluta sujeción a la ley y a la vigencia de su imperio.
¡Qué esperar de un país donde el mismo presidente quiere hacerle el quite a la ley para imponer su ideario! De ahí que el temor, en especial a la ley, es un gran aliciente y el motor que hace la diferencia entre las sociedades, donde gobernantes y gobernados entienden que no se pueden dar el lujo de pasársela por la faja. Quizá en una sociedad con este modelo, del cual se puedan buscar muchos ejemplos pasados y recientes, nuestros niños, niñas y adolescentes jamás serían parte de un atentado como el de Modelia o de un asesinato como el de Usme.
La versión original de esta columna apareció por primera vez en nuestro medio aliado El Bastión.
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