La carreta portaba una carga insólita: un chifonier de “tres cuerpos”, amarillento, como un testimonio extemporáneo de un tiempo muy viejo, un arcaísmo quizá. El carretillero se detuvo junto a un teléfono público y marcó. El sol del mediodía iluminaba la escena como si se tratara de un cuadro de melancolía.
Un chifonier rodante, bajando por la calle Urabá quién sabe con qué rumbo. ¿De dónde lo traían? ¿Adónde lo llevaban? ¿Qué historias guardaba en sus compartimentos tal vez embromados, o atravesados por huellas mandibulares de comején? Y entonces, desde el ventanal, las imágenes caminaron en sentido contrario de las manecillas del reloj. Y aparecieron otros escaparates memorables.
Tal vez el más viejo corresponde a días de infancia, cuando en casa se dejaron venir en un camioncito destartalado con un escaparate caoba, de dos cuerpos, con tallas más bien burdas y coronado de borlas y con un barrote en cada esquina. Olía a novedad. Un cuerpo estaba dividido en estanterías, con un cajón con chapa en la mitad; el otro, era para colgar trajes. Nada extraordinario.
Con las mudanzas, tan continuas entonces, un mal trato le reventó una de las “patas” y quedó cojo para siempre. Había que ayudarlo a sostener con ladrillos o con tarros de galletas repletos de arena. Después, con el tiempo, se tornó paisaje y casi era invisible. Nadie extrañó cuando lo regalaron a no sé sabe quién, quizá más necesitado de un trebejo como ese, desmirriado y tristón.
En cambio, el que mamá tuvo en su casa paterna, en Rionegro, en una pieza de caserón de tapia, con zarzos y troje, era uno de mucho abolengo. Madera de finura, alto y ancho, con dos secciones, un espejo de “cuerpo entero” y, adentro, muñecas de “sololoy”, de ojos móviles y brazos articulados. Su interior era un mundo de otro tiempo, polifacético, como libros con fotos de hombres en hospitales, enfermos de la piel y con gestos de derrotados; y otros de historia antigua, como uno, de hojas marchitas, que hablaba de Sumeria, Babilonia y de las ruinas de Palmira.
En ese armatoste de madera sólida se hospedaban ediciones antiguas de los cuentos de Calleja, algunas en cofrecitos con viñetas y rosetones, como otros de novelas de aventuras. Allí pasaban sus añejidades El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros y El coche número 13, a la espera de un lector nuevo. También había vestidos de seda, flores de papel y un pequeño libro de sonetos, con pasta peluda, de cuero, quién sabe de qué animal.
Nunca supe el destino final de aquel mueble impresionante, en el que también había fotografías de señoras con rosas en las manos y aretes muy desproporcionados. El caso es que mamá jamás quiso sacarlo de aquella región que albergaba su infancia y adolescencia, y tenía quizá recuerdos que nunca quiso compartir con nadie.
Después, en alguna de las casas que habitamos en barrios de Bello, llegó un chifonier. Color caramelo, con cajonería en la mitad, en la que cada miembro de la familia tenía una gaveta. Era pesado (había que moverlo entre varios) y encima se aprovechó su “techumbre” para colocar dos porcelanas griegas, con caras de mujeres enigmáticas, azulosas, que en casa se denominaban, no se sabe por qué, las “morrocotas”. Y dos o tres latas de confites ingleses, en los que se depositaban documentos olvidados y carnés inservibles.
Era un lujo, se decía entonces, tener un chifonier como aquellos, tan espacioso y de madera a la que, se presumía, no le entraba ninguna plaga. Todavía, como es de suponer, no habían aparecido los “closets”. Todos eran armarios, cómodas, escaparates. Y el bendito chifonier, con su nombre afrancesado y su incomodidad para pasarlo, cuando era menester, de un cuarto a otro.
Con el tiempo, que todo lo condena, el aparato se volvió fastidioso. Ya nadie lo miraba con afecto en el paisaje doméstico. Y también hubo que salir de él. Tal vez se le regaló a algún vecino o se dio como pago de algún servicio a uno de los carretilleros que abundaban en las calles. Qué importa ahora. Lo reemplazó uno de metal que, por su color y dimensiones, más se parecía a una nevera descomunal, como las que había en ciertas carnicerías.
Fue un tiempo en que, en casa, predominaron las estanterías metálicas para albergar los libros, y los nocheros y mesas que se compraban en almacenes de muebles metálicos. Toda aquella parafernalia era poco elegante, aunque práctica. Y era una manera de ganarle la batalla al comején y otras plagas. Todo eso también alcanzó el aburrimiento. Y hubo que mandar a hacer closets y comprar bibliotecas de madera bien tratada.
Y así, los escaparates se esfumaron. De pronto, en alguna charla de familia volvía a hablarse de ellos, de la diversidad que contuvieron y que ya también se había extinguido. Quizá se recordaban olores de alcanfor y de naftalina; de papeles amarillosos y fotos descoloridas; de ropas pasadas de moda y joyeros sin joyas.
De las “morrocotas” no se supo su paradero. Tampoco de las latas confiteras. Todo se perdió en un pasado nebuloso. Solo que haber visto aquel mediodía una carreta con un chifonier encima produjo un alboroto en la memoria. Quizá alguien —es posible— pudo haber encendido sus pupilas muy contentas porque estaría recibiendo un mueble que, en estas jornadas, ya es parte de una arqueología.