Arendt y la educación contra el mal totalitario: El aula como trinchera

«Donde el pensamiento se extingue, florece la sombra del mal.»


 La tarde medellinense parecía sacada de un libro de García Márquez: nubes grises, olor a café y un rumor constante de inconformismo entre los transeúntes. En el despacho de una maestra rural, desgastado y apenas iluminado por un bombillo titilante, un grupo de estudiantes discutía sobre la banalidad del mal. No, no hablaban de políticos en campaña ni de las noticias de corrupción que abundan en los noticieros. Se trataba de Hannah Arendt, esa alemana que se enfrentó al siglo XX con una pluma afilada y un intelecto como un vendaval.

Arendt, en su obra «Eichmann en Jerusalén», explicó cómo el mal puede banalizarse cuando las personas dejan de pensar críticamente y se convierten en engranajes de sistemas totalitarios. Pero ¿qué tiene que ver esto con Colombia, un país donde el aula muchas veces parece más campo de batalla que espacio de reflexión? Mucho. Muchísimo. Porque aquí, entre bombos de cumbia y discursos vacíos, seguimos en una lucha entre la educación que emancipa y el conformismo que condena.

La educación: ¿un carnaval o una trinchera?

En nuestro país, la educación ha sido tratada como un acto de magia barata, donde se espera que unos cuantos maestros mal pagos y sobrecargados logren transformar generaciones enteras. Pero más allá del espectáculo, existe una verdad incómoda: la falta de pensamiento crítico. En un sistema educativo que aún se aferra a la memorización y el autoritarismo, pensar es casi un acto de rebeldía.

Imaginemos por un momento que Arendt aterrizara en Colombia y decidiera visitar una escuela pública. Probablemente, caminaría por salones de clase abarrotados, donde el eco de los pupitres mal ensamblados sería casi poético. Entre los estudiantes, encontraría miradas de curiosidad, pero también de agotamiento. La filósofa se preguntaría: ¿cómo puede una sociedad que no enseña a pensar enfrentarse a los males que la asedian?

El mal, en Colombia, no es un concepto abstracto. Se manifiesta en el reclutamiento de niños por grupos armados, en los índices de deserción escolar que parecen cifras de un obituario colectivo y en la perpetua negligencia hacia las zonas rurales, donde los maestros se convierten en soldados de un frente olvidado.

Arendt describió el totalitarismo como un sistema que elimina la pluralidad, anula la individualidad y convierte a los ciudadanos en piezas intercambiables. En nuestro contexto, ese totalitarismo se refleja en un sistema educativo homogéneo, diseñado para producir obediencia en lugar de pensamiento crítico.

Por otra aparte, no podemos obviar lo irónico que resulta exigir innovación en un sistema que sigue utilizando libros de texto con mapas de Colombia donde Panamá sigue siendo «la estrella perdida». Es como si el Ministerio de Educación hubiera decidido que la mejor forma de combatir el atraso es volviendo a los años cincuenta.

El verdadero drama es que esta homogenización no es casualidad. Arendt lo habría identificado como un síntoma de la banalidad del mal: la educación que no emancipa perpetúa un sistema injusto, no porque sea inherentemente malicioso, sino porque es más cómodo no pensar en alternativas.

Pero no todo está perdido. Como diría Arendt, la capacidad humana para iniciar algo nuevo es la chispa que puede encender la transformación. Esa chispa la encontramos en los maestros que, contra todo pronóstico, enseñan a sus estudiantes a cuestionar, analizar y resistir.

En una pequeña escuela de Chocó, una profesora usa las canciones de rap de sus estudiantes para explicar conceptos filosóficos. En un colegio de Medellín, un maestro convierte las lecturas de Arendt en debates sobre la paz y la reconciliación. Y en un rincón olvidado de La Guajira, una maestra enseña a sus alumnos a escribir cuentos que desafían la narrativa del conflicto.

Estas historias son metáforas vivas de esperanza, como luciérnagas en la oscuridad. Nos recuerdan que, aunque el sistema educativo parezca una maquinaria oxidada, los individuos pueden resistir y transformar.

Si Arendt hubiera tenido la oportunidad de observar nuestra realidad, quizás habría sonreído ante algunas de nuestras ironías nacionales. Por ejemplo, ¿cómo explicar que un país con más festivales que ferrocarriles tenga un déficit crónico de bibliotecas escolares? ¿O que en una nación donde el himno proclama que «cesó la horrible noche», el presupuesto educativo siga en tinieblas?

Esto permite exponer estas contradicciones. Y aunque pueda parecer cruel reírse de nuestras desgracias, también es un acto de resistencia. Como decía Arendt, el humor puede ser una forma de mantener la humanidad frente a lo absurdo.

Hacia una educación que piense

En última instancia, el legado de Arendt nos invita a reflexionar sobre el papel de la educación en la lucha contra el mal. En Colombia, ese mal no es solo la violencia o la corrupción; es también la indiferencia, la resignación y la falta de pensamiento crítico.

La tarea de educar no es simplemente transmitir conocimientos, sino enseñar a pensar. Es convertir el aula en una trinchera donde los estudiantes puedan enfrentarse a las narrativas totalitarias, cuestionar las estructuras de poder y soñar con un futuro distinto.

Hannah Arendt, desde su escritorio en Nueva York, entendió que el pensamiento es la única barrera real contra el totalitarismo. Hoy, en las aulas de nuestro país, esa verdad sigue siendo tan urgente como siempre. Porque, como ella misma lo advirtió, el mayor peligro no es la maldad intencional, sino la incapacidad de pensar.

Y aquí estamos, en un país donde pensar sigue siendo un acto rebelde.

Carlos Alberto Cano Plata

Administrador de Empresas y Doctor en Historia Económica, con Maestría en Administración. Experto docente, investigador y consultor empresarial en áreas como administración, historia empresarial y desarrollo organizacional.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.