El pasado 4 de agosto estuve en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación de Pondores, área rural del municipio de Fonseca, La Guajira en un ejercicio académico de democracia deliberativa liderado por las universidades del Norte (en Barranquilla) y San Galo en Suiza. Allí, junto con otros estudiantes uninorteños y antiguos combatientes de las FARC (hoy un partido político), tuvimos la oportunidad de conversar y exponer algunas ideas sobre cómo podría ser la reconciliación en Colombia. De antemano, debo comentar que la primera impresión que tuve (aunque parezca morbosa), era que estábamos al frente de otros ciudadanos como nosotros que por distintas razones, tomaron la decisión de empuñar las armas por unos propósitos políticos que en la actualidad persiguen a través de los mecanismos democráticos contemplados.
Deliberar es sinónimo de dialogar, discutir y hasta de concertar. El ejercicio que se llevó a cabo se dio en torno a responder la siguiente pregunta: ¿Qué sugerencias le harías a las instituciones del Estado para la reconciliación en el posacuerdo? Para desarrollar la discusión colectiva, tuvimos alrededor de un poco más de una hora, tiempo suficiente para que todos tuvieran la oportunidad de enseñar sus apreciaciones ante el resto. “Curruco”, un excuadro militar de la antigua guerrilla, inició relatando los episodios históricos de la lucha insurgente de las desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Sus primeras anotaciones se resumieron en cómo el terrorismo del Estado colombiano ha criminalizado la protesta social en el país por cuidar los intereses de “la oligarquía y de las grandes transnacionales que se han llevado todo y han dejado miseria”. Sobre las recomendaciones a las entidades gubernamentales para fomentar la reconciliación nacional, mencionó de tajo –junto con sus compañeros- que ha encontrado resistencia y prevención de las instituciones políticas locales hacia ellos, hasta el punto de recriminarlos por su pasado subversivo.
A mi turno, lo primero que logré destacar fue que no hay reconciliación sin justicia y no hay justicia sin verdad, para lo cual era de suma importancia la voluntad que debían tener los distintos actores armados de contar lo sucedido, además de que –sin duda- la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) cumpliera con su deber. Seguidamente, reiterando la relevancia del ejercicio académico en el que estaba participando, propuse que fuese necesario organizar más espacios (simbólicos) entre la sociedad civil y excombatientes, donde unos y otros dialoguen sobre sus motivaciones y sus roles dentro del conflicto armado, sin olvidar que la reconciliación y el perdón son dos acciones individuales. En cuanto al papel del Estado en momentos de posacuerdo y reconciliación, mencioné que tenía una doble responsabilidad: porque es el garante universal del derecho humano a la paz y porque, evidentemente, fue un actor de un conflicto que lleva más de cinco décadas.
Pese a lo anterior, que giró en cómo se pueden sanar las heridas que dejó la guerra, algunos participantes situamos la reconciliación en un plano -si se me permite- político. En la misma línea de una exguerrillera que mencionó brevemente el genocidio de la Unión Patriótica, me animé a exponer que Colombia debía, sí o sí, transitar de una cultura de la guerra hacia una cultura de paz donde haya una verdadera tolerancia política y, por supuesto, una reconciliación de la misma naturaleza. Esto a mi parecer, nos garantizaría superar unos imaginarios colectivos donde se asocia a la derecha con la simpatía hacia la causa paramilitar y la izquierda con la cercanía a la lucha armada.
Con esta experiencia vivida en el ETCR de Pondores, afiancé varias creencias: que la reconciliación se da en el territorio (léase Columna: Sentir y pensar en el territorio) a través de espacios de interlocución entre distintas partes; que la paz se teje con muchos colores que deben representar tantas cosas como sea posible: regiones apartadas y golpeadas por la violencia, personas, modos de vida, percepciones ciudadanas sobre la guerra y la ausencia de la misma; y que debe haber una aceptación hacia ese “otro” (porque piensa distinto a mí) que es igual a mí ante la constitución y las leyes nacionales. Es decir, fortalecí en mi cabeza la idea de que la nueva Colombia se construye deliberando.