“Santa capilla antioqueña de feligreses orgullosos de su malicia innata y supuestamente oculta, acepten a su musa negada y adorada. No jodan más. De todas formas, hasta el mismo Satanás puede ser instrumento de salvación ante la conciencia de quien es capaz de horrorizarse ante sus actos y arrepentirse de sus oportunidades perdidas.”
Cuando el Diablo llama, el hombre responde. Nada que reprocharle al simio que descendió del árbol, posó sus pies sobre la arena y fijó su mirada en el horizonte hasta la puesta siempre violenta del sol. Miope y tambaleando, camina, tropieza, tose y se levanta para acostarse al final derrotado bajo las raíces de una losa que le dé cobijo eternamente. Nacen chiquitos, muy chiquitos, desgarrados, con la tristeza colgándoles del ombligo, las piernas temblorosas y torcidas, andan sin certeza de donde ponen sus pies, y muerden la tierra para hallar un nido, muerden las vísceras de sus hermanos para hallar calor, muerden el pulso de su alma para escapar del pesado filo de la muerte, asesinato premeditado a quien está llamado desde siempre a la inmortalidad. Y lucha contra su hambre, y lucha contra su insatisfacción, y lucha finalmente contra la muerte consciente o inconscientemente.
Si entendemos al cerdo que hace manjar su rancia aguamasa, si entendemos a la mosca posada sobre humanos desechos que halla en el hedor perfección olfativa, cómo no entender al hombre frágil y encorvado de tanto padecer, aguijoneado por sus propias entrañas para revolcarse en los pantanos del pecado. Hay algo evidente en el mito fundacional del Génesis y es la naturaleza adámica de la tentación y la caída. Adán y Eva, su herencia es el debate entre el deseo que nos consume y un deber que no terminamos de comprender. No se equivocaba Fernando González al ver en el pecado el resultado del proceder de un hombre que actúa con el derecho de cumplirle a sus instintos y, por esto, es bello en esta adecuación tentación (deseo) – pecado (acción u omisión). Bello es el árbol bien árbol, floreciendo y fructificando conforme a sus ritmos; bella es el ave que es bien ave, dibujando entre las nubes, anidando y cantando entre las ramas; bello será igualmente un hombre bien pecador, caído y arrastrado por sus propias inclinaciones naturales al mal y su propia destrucción.
El demonio ha de tomarnos de la mano por los cruces de caminos. Nos abraza, nos arrastra. Susurra porquerías en los oídos inocentes y prende el incendio en los pechos de los ascetas. Danos el puñal ante la sangre palpitante. Exalta el animal para que la pureza sea la desnudez dispersa por el barro. Dilata las pupilas, y que no quede sombra fuera del dominio del divino yo. Ofrécenos las delicias de la inmundicia para decir que no y dejar a Toní virgen a orillas del río Huveaune.
El catolicismo pedestre, ese de la quema pedagógica de libros, ese de la censura y el escándalo ante los calzoncitos de la joven institutriz de González, es el origen de la forma del hombre universal, casado con Dios y en amoríos con el Diablo. Es perfecto en su infidelidad, pues integra la caricia diabólica con el paternal abrazo de la aspiración y deseo de Gracia a través de la confesión. Baudelaire expresa al respecto con precisión al inicio de Las flores del mal: “Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes; / Nos hacemos pagar largamente nuestras confesiones, / Y entramos alegremente en el camino cenagoso, / Creyendo con viles lágrimas lavar todas nuestras manchas.”. Es un mecanismo impecablemente pensado para la comunión del cuerpo y el alma. Como se dice por ahí, confesarse de día para pecar tranquilo de noche. No hay mejor transgresión que la que uno se siente autorizado a cometer.
¿Y por esto censuraron al maestro González? ¿por encender la luz en esas habitaciones donde el tentador en plena oscuridad bailaba alegre entre las almas rezanderas? Todos lo ven, muy pocos lo señalan. Dan un diezmo para robar por usura; hablan de Dios para tener al diablo pintado en cada rincón; censuran el coito, alaban la soltería virginal, pero empiezan a procrear desde la misma adolescencia y niegan uno que otro desliz que ya anda en dos patas por ahí. Santa capilla antioqueña de feligreses orgullosos de su malicia innata y supuestamente oculta, acepten a su musa negada y adorada. No jodan más. De todas formas, hasta el mismo Satanás puede ser instrumento de salvación ante la conciencia de quien es capaz de horrorizarse ante sus actos y arrepentirse de sus oportunidades perdidas. Dios y el Diablo habitan un mismo corazón para que, por medio del último, cumpla el hombre con una de sus posibilidades más nobles: Ser más grande que el dictado de su naturaleza o estado inicial, o elevarse en conciencia, como diría Fernando.
La conclusión termina siendo la misma a la que la Iglesia en su Catecismo llega, y es la esencialidad religiosa del hombre, en González desde una mirada incluso mística de unión con la divinidad de la séptima morada. El ansia satánica es una densa ilusión superficial. El soplo es divino, buscamos al Padre. Ser pecador no es resultado más que de la condición humana misma, o si no, hagan llover piedras, pero todos saben que albergan alguna mancha innombrada por ahí. Siendo Jesucristo el Dios encarnado que abraza publicanos y prostitutas, fácilmente podría ser desterrado de esta capilla por andar mal acompañado.
¿Y por todo esto tanta censura al Brujo de Otraparte? ¿por deleitarse viendo muchachas para encontrar al final a la muchacha de las muchachas? ¿por hallar en el mundo y su belleza a La Intimidad misma? La sombra es también otra vía hacia la luz perpetua. Mas qué se va a entender de todo esto aún a casi sesenta años de la muerte de González, si somos todavía parte de una cultura incapaz de remordimiento alguno. Por lo pronto, y para no desentonar con el espíritu del pueblo, bienaventurado sea el cinismo, bienaventurados los ungidos por el hijo de Keriot, de ellos será un local en El Hueco, por los siglos de los siglos.
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