Se entiende la confusión, el desconcierto, el temor, las vacilaciones y hasta el espanto de los jóvenes dirigentes políticos ante la inmensidad de la tarea. Se comprenden sus miedos ante el cambio: enterrar las momias del cortejo chavista, desalojar las pandillas y camarillas que nos expolian y pretenden arrojarnos al estercolero castrista. Arrebatarles las banderas y las armas a quienes las han deshonrado. Dirigir la marcha del pueblo hacia el futuro. Por ello comprendo la respuesta que me diera un compañero de combates ante mis reclamos por las veleidades y vacilaciones que constato en algunas dirigencias que se acoquinan ante la magnitud del desafío: “problemas menores, hermano. La política sigue siendo la misma.” Dios lo quiera. O serán barridos como hormigas ante el paso irrefrenable de los vencedores.
I
No ha variado un ápice mi percepción de lo que luego del 14 de febrero de 2014 llamara “la revolución de febrero”. Se me reafirmaron entonces los ejes de mi comprensión del proceso sociopolítico en el que nos encontrábamos, y a la que he sido fiel desde el comienzo mismo del llamado “proceso” luego del asalto al Poder por el castrochavismo: 1) los factores dominantes – militares y civiles, pero absolutamente subordinados ideológica y políticamente a la tiranía cubana desde sus mismos orígenes – que hundieran a Venezuela desde el 4 de febrero de 1992 en un estado de excepción, no soltarían el Poder, así para mantenerlo tuvieran que bañar en sangre la historia contemporánea de Venezuela; 2) la oposición democrática tradicional no sería capaz de encontrar y construir una salida política –“pacífica, constitucional, electoral” – sirviendo antes de consciente o inconsciente, voluntario o involuntario cómplice del hundimiento de nuestra democracia y la entronización de un régimen totalitario; 3) sólo el desplazamiento del viejo liderazgo político heredado de la traicionada democracia liberal republicana y la superación de los nuevos partidos que heredaran sus mañas, taras y malos hábitos, por un liderazgo revolucionario, libre de mezquindades, vicios y mezquinas ambiciones, surgido al calor de la insurgencia de una nueva Venezuela, sería capaz de poner en jaque al poder y liderar una revolución democrática en Venezuela.
La trascendencia de lo que entonces llamé “la revolución democrática de febrero” radicó para mi, desde un comienzo, en su voluntad y decisión de enfrentar a la dictadura en todos los terrenos, sin exclusión ninguna – siempre en obediencia a las facultades constitucionales, pero sobre todo amparada en los artículos 333 y 350 de la Constitución. Siempre incluyendo todas las vías, todos los matices y todos los medios de lucha, pero sin caer jamás en la tentación de la complicidad, la pusilanimidad, el abatimiento y el derrotismo. Perfectamente en claro y consciente de que esas virtudes no estaban presentes en ninguno de los partidos dominantes en la MUD ni en ninguno de sus dirigentes, maleados por una tradición de entendimientos, diálogos, conciliábulos y compromisos propios del subdesarrollado liberalismo parlamentarista desde la muerte de los mejores hombres de la generación del 28, muy en particular del eclipse del más destacado político civil de la historia venezolana, Rómulo Betancoaurt, sólo aposté a los únicos tres factores determinantes de la rebelión popular posible y necesaria en nuestro país: María Corina Machado y Vente Venezuela, Leopoldo López y Voluntad Popular y Antonio Ledezma y Alianza Bravo Pueblo. Con absoluta razón y lógica dictatorial, perseguidos, acorralados, encarcelados y condenados por la dictadura. En un doble rol: ejemplos emblemáticos del castigo que la dictadura les impone a sus verdaderos enemigos; y rehenes cautivos a los que echar mano para negociar con su vida o su muerte ante la inevitable caída del régimen tiránico. El que fueran ellos y no los secretarios generales de AD, PJ, UNT y AP los escogidos demostraba un hecho indiscutible: son los únicos y verdaderos enemigos de la dictadura. Con los que no caben diálogos ni conciliábulos de trastienda ni entendimientos concupiscentes.
II
En conocimiento de la historia de las revoluciones del Siglo XX, anticipé que la de Febrero sería una revolución que sufriría los mismos tropiezos, enconos y dificultades que encontraran todas las revoluciones auténticas y verdaderas, como ninguna que experimentara Venezuela desde la revolución de la Independencia, pues de esa magnitud prometía serlo la echada a andar por Leopoldo López, María Corina Machado, Antonio Ledezma y la juventud venezolana bajo el alero conceptual de LA SALIDA: sería derrotada en la culminación de su primera fase, tras un fulgor que despertaría el asombro y la admiración del mundo democrático. Sufriría tropiezos, retrocesos y recaídas, como todas ellas. Sería traicionada como todas las revoluciones, por aquellos a quienes les aterra el solo ir el nombre de revolución, pues saben que no podrán montarse en sus lomos de rebeldía intraficable para seguir aprovechándose del poder, donde quiera se encuentre. Y volvería a insurgir con una fuerza volcánica al cabo del tiempo necesario para la recuperación de fuerzas y el amarre de nuevos seguidores y una cosecha de rebeldía y anhelos, hasta conmover a todas las clases, a todas las generaciones, a todas las razas, a todos los colores.
Y sin necesidad de augurios ni premoniciones, aquí estamos: en medio de la más importante, profunda y extensa revolución social y política vivida por Venezuela desde el 19 de abril de 1810. Cumpliendo sus tareas pendientes tras más de dos siglos de esfuerzos: construir una sociedad estrictamente civilista, republicana, democrática y liberal. Adulta y emancipada. Seria y consciente de sus designios históricos: dirigir las luchas del continente tras su definitiva emancipación. Tal como me lo afirmara Enrique Krauze hace diez años, en casa de Simón Alberto Consalvi, ante testigos consagrados: “Venezuela está viviendo el despertar de la región hacia su emancipación definitiva”. Pues la farsa que pretendiera serlo, sirviendo de equivocado mensajero de nuestros destinos históricos, la revolución contrarrevolucionaria del 4 de febrero, no ha hecho más que acelerar el enterramiento de un pasado funerario. Cumpliendo los designios de Jesús, El Salvador: muertos enterrando a sus muertos.
Se entiende la confusión, el desconcierto, el temor, las vacilaciones y hasta el espanto de los jóvenes dirigentes políticos ante la inmensidad de la tarea. Se comprenden sus miedos ante el cambio: enterrar las momias del cortejo chavista, desalojar las pandillas y camarillas que nos expolian y pretenden arrojarnos al estercolero de la tiranía castrista. Arrebatarles las banderas y las armas a quienes las han deshonrado. Dirigir la marcha hacia el futuro.
Por ello comprendo la respuesta que me diera un compañero de combates ante mis reclamos por las veleidades y vacilaciones que constato en algunas dirigencias que se acoquinan ante la magnitud del desafío: “problemas menores, hermanos. La política sigue siendo la misma.” Dios lo quiera. O serán barridos como hormigas ante el paso de los vencedores.