El budismo zen o “zazen” dice ser el heredero directo de la iluminación de Buda, cuando este logró situarse en la mente incondicionada. Pero definitivamente su origen puede rastrearse en la antigua China durante siglo VI d. C., cuando un misionero predicó y fundó el discipulado del budismo chang (“chang” es una dicción china que proviene del sánscrito “dhyana” y quiere decir literalmente: “meditación”; “meditar mirando hacia una pared”).
Ya para el siglo XIII un viajero japonés llamado Eihei Dogen conoció a esta novedosa manera de entender la doctrina budista tradicional y la llevó a su tierra. Allí adquirió una forma peculiar. Mediante un sincretismo con la religión aborigen, el sintoísmo (el culto a los espíritus de la naturaleza), con aditivos confucianos (éticos) y taoístas (metafísicos) se fundó la corriente del budismo zen.
Entender el zen es dificultoso para la mentalidad occidental porque esta asume al mundo de una manera distinta. Lo primero que tenemos que tener en cuanta es que nosotros comprendemos al entorno a través de ideas simbólicas. El lenguaje está separado de las cosas que señala o, por lo menos, no siempre se corresponden en sus referencias. Dicen además que la lógica y la razón no nos permiten ver la realidad tal cual es. Los conceptos son abstractos y su lenguaje es analógico, así no se puede acceder al universo de modo inmediato. En otros términos, el zen es un proceso para depurar la inteligencia por medio de la práctica de la meditación. Para ello existen varias miradas que proponen diferentes métodos.
En la escuela Rinzai, por citar un caso, el alumno debe alcanzar la visión de lo real mediante un sistema donde se plantea la resolución de un “koan”. Según Diasetsu T. Suzuki un “koan” es un “documento público” o, mejor dicho, un acertijo ilógico donde el discípulo, para acceder a él, debe romper el hilo de la consciencia ordinaria. Lo real brota entonces como un flechazo -o debería hacerlo- y eso se denomina “satori”. Por otra parte, la escuela Soto nos dice que para obtener ese tipo de visión superior deberíamos prescindir del deseo de querer hacerlo. Hay que desentenderse de dicho anhelo, ya que pensar en ello es en definitiva pensar, y esto nos aleja de la superación que debe haber entre la dicotomía sujeto y objeto.
Una antigua anécdota nos ilustra el punto. Un alumno le pidió a su maestro Bodhidharma que por favor le ayude a tranquilizar su mente:
“-¡Tráeme tu mente!- dijo Bodhidharma.
-¡No puedo Señor, siempre que la busco no la puedo encontrar!- se excusó el alumno.
-¡Pues ya está tranquila!-concluyó la lección el maestro”.
Aquietaremos las aguas de la consciencia cuando dejemos de pensar en que debemos aquietar las aguas de la consciencia. Lo que implica abandonar el objetivo para alcanzarlo. La razón crea narrativas, duplica la realidad en un yo perceptor y en un objeto de percepción; es más, el yo mismo es el mayor símbolo que edifica el intelecto para identificarse.
Sin embrago, el problema principal no está en la mente, sino en pretender controlarla. Es un error frecuente creer que la meditación zen busca vaciarla. Todo lo contrario. No hay que dejar de pensar, porque en cuanto nos propongamos esa meta automáticamente pensaremos en cómo dejar de pensar cayendo justamente donde no queremos: en la dualidad del pensamiento. La idea es llegar a un fin de modo suave, espontaneo, sin ningún esfuerzo. Cuando nos dicen que no pensemos en un elefante rosa que vuela, lo primero que se nos aparece es la representación de un elefante rosa que vuela. La mente debe ser más bien como los peces del estanque, permitir que fluyan, hay que dejarlos seguir su camino, una senda sin huellas.
El zen no es una religión al estilo como conocemos nosotros aquí en Occidente, que se sostiene en una lógica histórica y cultual, sino que consiste en experimentar lo divino en la vida misma donde lo cotidiano y la sencillez indagan sobre una transformación espontanea.
Tampoco es la “epojé” (suspensión del juicio) de la fenomenología husserliana, que trabajó insistentemente Jean-Paul Sartre. En su novela “La nausea” dice por boca de su personaje Roquentin al encontrarse ante un árbol: “De pronto el velo se desgarró y comprendí, y vi (…). Las raíces del castaño estaban hundidas en la tierra justo debajo de mi banco, pero yo ya no recordaba que eran raíces. Las palabras se habían evaporado y con ella la significación de las cosas, los procedimientos para usarlas y los débiles puntos de referencia que los hombres habían trazado en su superficie”. Y luego agrega: “la existencia se había quitado el velo repentinamente. Había perdido el aspecto inofensivo de la categoría abstracta: era la sustancia misma de las cosas (…). La diversidad de objetos, su individualidad, era solo una apariencia, un barniz. Y ese barniz se había fundido, dejando tras de sí monstruosas masas blandas en total desorden (…), desnudas, con una terrible y obscena desnudez”.
Admito que una lectura superficial del existencialismo sartreano nos podría conducir al error de creer que la nada aquí referida es similar a la nada que inquiere el budismo zen, sin embargo, debemos resistir esa tentación. Esto debe quedar claro. En el caso de Sartre su propuesta es, en definitiva, un fondo sustancial, que como tal es un absurdo, un agujero en la existencia que nos lleva al vació sin valor, trágico, libre y suicida; en cambio, en la postura zen ese vació es una nada absoluta, es una condición de origen, de ser tal cual se es (“talidad”). Es una nada como todo. Es la brisa impermanente de la vida. Como concluyó el filósofo japonés Nishida Kitaro, el hogar del zen es el no-espacio, es el jardín de la no-mente, sin predicados, “es la conjunción de la estructura de la consciencia epistemológica con la experiencia originaria de un yo auténtico”, es el lugar preciso (basho) donde los opuestos se desvanecen en un propósito final, sagrado, y, sobre todo, lleno de sentido.
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