Algoritmos deshumanizantes: Amistad y gente sola

Me pregunto qué negocio es éste

En que hasta el deseo es un consumo

¿Qué me haré cuando facture el sol?

Pero vuelvo siempre el rostro al este

Y me ordeno un nuevo desayuno

A pesar del costo del amor

Silvio Rodríguez


Nos hemos ido acostumbrando a cifras bruscamente absurdas y grandes, más cuando intentamos medir las relaciones humanas y eso que hemos denominado amistad. Desde el ‘auge’ de las redes sociales digitales, nos hemos ido acostumbrando a tener miles de amigos, miles de seguidores, miles de contactos en las diferentes plataformas. En el ‘boom’ que tuvo Facebook entre 2009 y 2015 como red social, el límite de amigos que podía tener una persona era de 5000. Después, más adelante, otras redes sociales fueron cambiando ese término que denota amistad, esa palabra ‘amigo’, por palabras como ‘contactos’, ‘seguidores’, etc., dejando de lado esa palabra que prometía tanto en cuanto a conexión que tuvieron las redes sociales y que hoy tienen, de que todo ser humano con el que teníamos contacto a través de las redes sociales digitales podía llamarse ‘amigo’.

Para enero de 2024, plataformas como Facebook reportaron tener 3000 millones de usuarios activos; WhatsApp reportó tener 2000 millones de usuarios. Hay que recordar que es Occidente el que más usa aplicaciones como WhatsApp y que en Oriente, sobre todo en Asia, es más frecuente el uso de Telegram o de WeChat, quienes reportaron en promedio 1.5 billones de usuarios activos para enero de 2024. Y siguen redes sociales como Instagram con 2 billones de usuarios activos, y TikTok con 1.5 mil millones de usuarios. Es decir, cifras totalmente significativas para ejemplificar que hemos construido, como humanidad, una siliconización del mundo, como lo plantea el filósofo francés Éric Sadin. Quien habla de que todas las decisiones sociales, comunitarias, políticas terminan siendo atravesadas o pensadas desde la dinámica de Silicon Valley. Es decir, si Facebook, WhatsApp, Instagram nos va orientando en ciertas prácticas sociales, políticas, económicas, por lo general, como sociedad, terminamos absorbiendo este tipo de sugerencias y estableciendo nuestras estrategias, nuestra configuración humana alrededor de ellas. Por eso, hoy no concebimos la amistad, para muchos, o como sociedad, no la concebimos si esa amistad no está atravesada por las redes sociales digitales. Lo primero que se le pregunta a alguien cuando conoce a la otra persona, asumiendo que primero se conozcan en el plano físico a un plano digital, que podríamos decir que quizás es más común hoy hacer amigos a través de plataformas digitales que en un encuentro en un café, en un pasillo o en un bar, es: ‘¿Cuál es tu número de WhatsApp? ¿Cuál es tu usuario en Instagram? ¿Cuál es tu usuario en Facebook?’, etc. Lo que demuestra que el primer plano de conexión que tenemos con el otro es lo digital y lo primero que se preguntan las personas al encontrarse en esas redes sociales es: ‘¿Amigos en común? ¿Qué personas tenemos en común? ¿Qué contactos?’ Y así va uno construyendo esa idea de que el mundo que nos conecta puede verse representado culturalmente a través de una plataforma digital.

La preocupación de cómo esa digitalización del mundo está atravesando todos los campos en los que nos movemos como sociedad me lleva a la pregunta con la que he ido construyendo y desarrollé mi tesis doctoral, y es sobre los algoritmos y cómo estos nos deshumanizan. Escuchaba una conferencia del poeta argentino Jorge Luis Borges, donde señalaba que, a diferencia del amor, la amistad no precisa frecuencia, y cada vez parece que los algoritmos de las redes sociales nos exigen todo lo contrario; parece que la amistad no existe si no está atravesada por un constante consumo del otro, es decir, entre más aparezca yo como usuario en el home, en el feed, en las historias de mis contactos, de mis amigos, de mis conexiones, más vigencia voy a tener yo para esa persona. Lo que me obliga a que, para que la amistad exista, tenga que haber un consumo del otro y tenga que desarrollar yo desde mi persona una función mercantilizada que indica constantemente un anuncio al mundo de lo que estoy haciendo. Voy a un restaurante, voy a un café, voy a un bar, viajo y subo una foto, una historia o un video que responde a unas dinámicas algorítmicas que evalúan cierta calidad del contenido para ser mostrado en las redes sociales, y si tengo la suerte de que mi amigo consuma esa idea que yo muestro a través de la mercantilización de mi vida, voy a cobrar relevancia para ese amigo y voy a permanecer vigente para él. Es por eso y es común que muchas veces, alejados de las redes sociales, nos encontramos con alguien que no usa redes sociales o que no tiene un consumo tan frecuente de estas y recordamos su existencia con sorpresa porque hemos delegado en las redes sociales digitales incluso ese anuncio de la amistad como un recuerdo.

Son las redes sociales las que nos recuerdan con quién compartimos gustos, con quién compartimos eventos similares, visiones políticas, religiosas, sociales y culturales que puedan agruparnos y establecer vinculos con quién más me parezco, haciendo que, como diría el poeta Hölderlin “lo cercano se aleje”. Es decir, la gente con la que podemos confrontar, en la que podemos evocar esa visión tan pura de Aristóteles de la amistad como el bien más preciado, de la amistad como el cultivo de una virtud que encierra a todas las demás, de ese amigo con el que puedo llegar a construir mundos posibles, con quien me encuentro en la palabra, con quien me encuentro en la confrontación, hoy no existe porque estamos delegando toda construcción posible de amistad a un algoritmo que nos recuerda con quién establecer criterios de unión, con quien acercarnos.

Las redes sociales digitales nos han demostrado que, a pesar de tener miles de seguidores, miles de contactos, miles de amigos, miles de páginas que nos atraviesan, miles de contenidos que nos mercantilizan, hoy nos seguimos sintiendo solos porque no hemos podido construir una forma sensata de que en la amistad podamos encontrarnos sin estar intermediados por un algoritmo. Y es por eso que a veces volvemos en la memoria a recordar amigos de los que hace mucho no sabemos y se presume mayor autenticidad en esa forma, en esa hora en la que no es una red social, no es una aplicación, no es un algoritmo el que nos recuerde la existencia de una amistad que en algún momento fue valiosa o que hoy es valiosa, pero que si no está mercantilizada por lo digital, por la siliconización del mundo, no existe. Por eso es quizá frecuente y común salir con un grupo de amigos, con un grupo de personas y ver que el lugar en el que asisten se pierde el diálogo entre todos y que estamos más pendientes de usar nuestro dispositivo móvil para conectarnos con el mundo, con esos amigos, esos contactos que hemos dejado en lo digital y no los que están en la mesa con nosotros, olvidando la conversación física por intentar publicar una historia que le comunique a esos otros amigos que existen solamente en su momento en el plano digital y que se abstraen de la realidad, que nos abstraen de la realidad en la que estamos compartiendo físicamente y bajo ese concepto de sentido háptico con el otro.

Olvidamos al otro constantemente por hacer un consumo excesivo que nos hace perder incluso la noción de amistad. Por eso hay que señalar cómo estos algoritmos constantemente están atravesando las formas en las que establecemos la verdadera vida, las formas en las que establecemos esa forma de construirnos hacia el otro porque terminaremos entonces, como Boris Groys plantea, volviéndonos públicos, volviéndonos un objeto de consumo incluso en la amistad.

La amistad deja de ser confrontación y termina siendo una postura de aquel que me da like, el que le da corazón a mis historias, el que reacciona positivamente a lo que yo hago sin el plano de la confrontación de por medio. Y aún así, con estas cifras tan grandes, tan absurdas, tan extremas, tan incontables, se ve con preocupación cómo uno de cada cuatro jóvenes estadounidenses manifiesta sentirse solo, cómo las cifras, cómo las encuestas nos van demostrando que las personas cada vez más dedican menor tiempo a sus amigos, a construir núcleos comunes, cómo cada vez estamos más solos a pesar de estar tan hiperconectados. Y como ellos, yo también me siento solo al pensar que la vida se resume a esas cifras que me muestra una pantalla a la cual es casi que imposible dejar de observar. Ignorando también el encuentro con los amigos de verdad, el abrazo y la palabra que nos cuestionan y nos construyen.

Asistimos entonces a una práctica social que nos impulsa a una cercanía ficticia mediante algoritmos que dictan qué observar y con quién “permanecer”. Varias generaciones, al encontrarse, muestran una incapacidad para reconocerse y mirarse a los ojos. A pesar de la presencia constante de una “amistad” virtual, evidenciada por un bombardeo constante de “likes” y reacciones a selfies que distorsionan la realidad. Las fotos, supuestamente exitosas en redes sociales (según algunos entendidos en algoritmos), ocupan más espacio visual que la realidad que pretenden capturar. Transforman la imagen de la persona en una mera anulación de lo que realmente acontece, reduciéndola a una sonrisa o gesto que omite el entorno. En el cara a cara, fallamos en vernos reflejados en el otro, en su esencia, y optamos por fijar nuestra atención en la pantalla luminosa que nos devuelve a esa misma anulación de la realidad. Terminada la cena o el encuentro, y después de subir las fotos a la nube y etiquetar al “amigo”, esperamos las reacciones que desatan esos “destellos de felicidad” que aportan una popularidad efímera y una cercanía ilusoria. Así, redirigimos nuestra atención a la pantalla, y la amistad, que debería fomentar la intimidad, el diálogo y el desafío mutuo, queda relegada a una mera exhibición, una mercantilización de lo privado, en la que solo participamos para mostrarla en el contexto de lo extraordinario. A través de las redes, nos sometemos a una narrativa de lo extraordinario, y los creadores de contenido nos seducen con lugares, servicios y experiencias (consumismo) como pretextos para el encuentro. Sin embargo, llegamos a estos encuentros más preocupados por demostrar nuestra presencia que por atender a la del otro, menospreciando el verdadero valor de la amistad.

Estas prácticas modernas nos alejan de la concepción aristotélica de la amistad, tal como se describe en la Ética a Nicómaco, donde la amistad se entiende como una virtud basada en el reconocimiento mutuo y el bien común. Lo que nos resta es tomar conciencia de la importancia del otro, del valor virtuoso de la amistad, y resistir a los algoritmos de las redes sociales que pretenden dictar con quién debemos formar lazos, a quién seguir y en quién debemos confiar. Solo así podemos aspirar a recuperar la esencia de las relaciones humanas en su forma más pura y significativa.

Conclusiones no solicitadas:

Aristóteles distingue tres tipos de amistades en los libros VIII y IX de la “Ética a Nicómaco”:

  • Amistad de utilidad (χρησιμότης): “Estas amistades son fácilmente disueltas… porque no aman al amigo por él mismo sino por alguna utilidad que de él reciben” (VIII, 3). Este tipo de amistad puede reflejar las interacciones en plataformas donde los algoritmos fomentan conexiones por beneficio o conveniencia personal.
  • Amistad de placer (ἡδονή): “Se aman no en cuanto a lo que son sino en cuanto a lo que proporcionan placer” (VIII, 3). Las redes sociales, optimizadas para el placer y la gratificación instantánea, son un campo fértil para este tipo de relaciones efímeras.
  • Amistad del bien (ἀγαθόν): “Esta amistad es la de los hombres buenos y semejantes en virtud; porque éstos quieren el bien los unos a los otros en cuanto buenos, y son buenos en sí mismos” (VIII, 4). Este tipo de amistad es el más duradero y valioso, pero también el menos común, especialmente en ambientes dominados por algoritmos que no priorizan el desarrollo moral o personal.

Los algoritmos a menudo priorizan la χρησιμότης y ἡδονή al maximizar la interacción superficial y el placer a corto plazo. Esto puede debilitar la capacidad de desarrollar ἀγαθόν φιλία (amistades del bien), que requieren más tiempo y una interacción más significativa.

Aristóteles nos advierte que “Sin amigos nadie elegiría vivir, aunque tuviera todos los demás bienes” (VIII, 1). Esta cita subraya la importancia de la amistad para el bienestar humano. Las amistades superficiales pueden resultar en una vida menos cumplida, afectando nuestro εὐδαιμονία (eudaimonia), o florecimiento humano.

Podemos reflexionar sobre cómo realinear los objetivos de los algoritmos con el fomento de la φιλία κατ᾽ ἀρετήν (amistad según la virtud). Esto podría implicar la creación de plataformas que:

  • Faciliten interacciones más profundas y significativas.
  • Promuevan valores éticos y el desarrollo del carácter, alineando la tecnología con la búsqueda del ἀγαθόν (bien).

Santiago Jiménez Londoño

Economista de la Universidad EAFIT, MsC en Ciencias Naturales y Matemática - UPB y Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana.

Hombre allende a la técnica.

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