Entre la sangre y las balas que caracterizan a una sociedad de ira y egoísmo, acogemos con frustración el relato del centro político. En una anestesia permanente se nos acaba el antagonismo que caracteriza el deber ser democrático para refugiarnos en la evasión de nuestras diferencias. El mejor ejemplo de esto es la diatriba de caudillos mitificados quienes anuncian: ‘…esto ya no es de izquierdas ni de derechas…’ La proposición de la resiliencia nos ha invitado a ser una sociedad débil, antidemocrática e insensible. Una sociedad que sufre de algofobia, la fobia a sentir dolor y la negación de la dificultad. Construirnos como tal a partir de esto nos ha acercado como dolientes al centro y nos ha alejado de las ideas y valores que nacen con nosotros. Hemos renunciado a la convicción para dar paso a la posdemocracia.
Algofobia. Desde la sociología se entiende la algofobia como ese miedo generalizado al dolor, inmanejable, para no tener que tolerar lo que sentimos que acaba con el placer de las buenas emociones. Dicho patrón es consecutivo en las sociedades occidentales en las que desde la estructura patriarcal y espiritual se siembra en la mente del ser humano la búsqueda de la felicidad aislando cualquier situación causante de dolor. Sentirnos diferente lleva al conflicto, el cual a su vez lleva a la confrontación, donde por la intolerancia se daña al prójimo, y en el arrepentimiento nos creemos la falsa percepción de que era mejor abrazarnos en lo que concomitamos que en lo que disputamos. Esta explicación, por más intrincada que se perciba, refleja la realidad de una cultura que asume vivir en democracia, pero cuya realidad es una sociedad paliativa.
La posdemocracia se relata en este escenario como un sistema después de lo que creímos democrático pero antagónico de lo que debería ser en realidad. Las democracias invitan al funcionalismo de equidad no a la igualdad, al antagonismo de la polaridad política no a la concordancia de las ideas, y no invitan al hombre a vivir en felicidad, sino en tranquilidad y obediencia. Nos invade así la espiral del silencio, ese mecanismo por el que solo comunicamos al público lo que este quiere escuchar para regocijarnos en nuestros acuerdos, dejando de lado el valor de enfrentarnos en nuestras ideas y no ceder por terror al dolor. En palabras de Chantal Mouffe, fiolosofa política belga, la sociedad paliativa no permite reformas profundas en el ejercicio ciudadano, y por el contrario tapa la disfuncionalidad de los sistemas de gobierno, dañando a su vez las escuelas de pensamiento social.
Resiliencia irracional. En la sociedad de la posindustrialización el hombre es medido por su capacidad de rendimiento. Uno de los catalizadores para dicha construcción es cavilar en las experiencias traumáticas hasta que se logra el estado de resiliencia. Este termina por ser el estado de la insensibilidad en el que después de tanto dolor experimentado ese mismo hombre se hace más productivo gracias a su falta de emociones. Este es un rasgo característico de la sociedad que sigue escogiendo el centro político, en el que aquella sociedad paliativa silencia el dolor de la confrontación. Esta misma sociedad teje sin querer un falso sentir de felicidad dejando de lado lo lógico y profundo, dando cabida a esa necesidad de que el placer sea un estado continuo en el que jamás debería existir el dolor.
En el análisis de los comportamientos sociales y las circunstancias políticas que nos rodean en la actualidad es fácil argumentar que hemos arrodillado nuestras convicciones para vivir en paz. ¿Cuántos no evitan hablar de política en familia o entre amigos para sonreír y vivir en paz? Que equivocados estamos al creer que sin confrontar nuestras ideas en medio de lo que nos une y no dejando que nos aleje, seguiremos viviendo en democracia y libertad. Que tan cerca estamos de ser estrangulados a manos de la algofobia, y a vivir en el totalitarismo del ‘todos pensamos igual’ para ser felices. Peor aún, felicidad y tranquilidad no son sinónimos, pero si lo fueran, nos tiene que pesar la consciencia de ser tan palurdos para querer sentir a cambio de no sufrir. Una consciencia incapaz de estremecerse es una conciencia cosificada, así como aquella vida que rechaza todo dolor.
*Esta columna fue escrita a partir de una asidua lectura sobre el capítulo I del libro La Sociedad Paliativa de Byung-Chul Han.
Comentar