Conocer el mundo, razonarlo, descubrir la esencia de la realidad, es hacer modelos. Claro que hay modelos y modelos. A veces es cuestión de medidas, un metro ochenta, cabellos ondulados que caen con la despreocupación que solo proporciona la belleza, paso elegante y mirada intrigante. Hay más. Hay modelos de coches, modelos aeronáuticos y cárceles modelo. Está el mapa de Jorge Luis Borges, 1:1, donde la realidad se copia a sí misma. Hay un modelo de alumno/a ejemplar en cada escuela y hay modelos que posan para que el artista nos acerque a un mundo, su mundo, que es tan real cuando lo contemplamos en el lienzo como cualquiera de los otros mundos. El artista, su modelo, su realidad. En el quehacer científico, en aquello que da forma al pensamiento, están los modelos que están hechos de otras materias, a veces tan sutiles como los números complejos, a veces de bits que descansan dentro de la unidad de procesamiento central de un ordenador. Otras veces, son reflejos proteicos, neurotransmisores que saltan entre neuronas y que terminan por configurar la memoria personal de la realidad, nuestra realidad, la de la ciencia, la del arte, la de la poesía o la de la fe en mundos posibles que no vemos, que no conocemos, que no podemos tocar ni oler ni sentir de ningún modo físico: modelos de la existencia.
Decía el viejo Emanuel Kant, padre de la ciencia y pensamientos modernos (y heredero directo de los abuelos, Platón y Aristóteles) que el cerebro trabaja con aquello que percibe del mundo desde el conocimiento innato. En la ciencia trabajamos con modelos formales, modelos numéricos o modelos matemáticos, son todos ellos herramientas del conocimiento que nos acercan a conocer. Cuando queremos transmitir ese conocimiento, recurrimos a la comparación, a la analogía y, en no pocas ocasiones, a las metáforas: trucos que nos acercan a la realidad de otro modo, de un modo sorprendente, de un modo a veces extraño, a veces familiar. Entonces hablamos del Planeta Azul, del árbol circulatorio, del motor sanguíneo, de las mariposas del alma, de los agujeros negros o del viento solar. Hay, ciertamente, algo innato en nuestra percepción de la realidad que nos hace soñar con metáforas, algo que viene del tiempo, que ha crecido a lo largo del tiempo evolutivo, algo que nos hace pensar que somos singulares como especie y que, sin embargo, nos conecta directamente con el resto de los seres vivos.
¿Dónde encaja aquí el ajedrez? El ajedrez, juego de intelectuales y diletantes, de tahúres y románticos que se asombran ante la belleza de la forma y la profundidad del fondo. El ajedrez, arte de recompensa inmediata, dialogo de mentes, de cerebros, batalla de neuronas, nos conmueve y nos abre una ventana a la realidad, peculiar, intensa, que nos recuerda que la vida misma es un modelo representado en nuestro cerebro, que la lucha dialéctica genera hermosura y que nosotros, también, podemos ser héroes (y villanos) por un día. El ajedrez, ciencia cerrada donde las hubiere, se abre ante nosotros como un juego de hipótesis y contrahipótesis, mi idea contra la tuya, dialéctica pura, cada movimiento es un test de bondad de ajuste estadístico, cada jugada nos lleva más cerca o más lejos de refutar la idea inicial. El ajedrez, juego, arte, ciencia.
Si el ajedrez nos provee de metáforas, ricas, deslumbrantes, elucubradoras, en ocasiones desafiantes, es porque nuestro cerebro persigue incesantemente un lugar en donde sentirse a gusto y, a la vez, un entorno en donde el misterio todavía no se haya despejado (al menos no del todo) y la complejidad de las posibilidades sepa seguir deslumbrándonos. Comencemos con números:
El universo, desde el Big Bang hasta hoy, tiene unos 1010 años o 1017 segundos.
El mismo universo en el que vivimos está compuesto de unos 1080 átomos.
El número de células que componen un organismo como el ser humano: 1015.
El número de la complejidad del árbol de búsqueda del ajedrez: 10120.
Diez elevado a 120; una cantidad impensable, un número astronómico, de dimensiones que no caben en la imaginación de ninguno de nosotros. Diez multiplicado 120 veces por sí mismo; 120 ceros detrás de un uno. Diez elevado a 120 es el número de posiciones que hay que recorrer para mirar todas las partidas posibles que nos ofrece el simple juego del ajedrez. Y es esa simplicidad, ocho peones y ocho piezas, frente a ocho peones y ocho piezas, en un universo de 64 casillas la que contrasta con diez elevado a 120, un contraste tan grande, que nos parece asequible, aprehensible con nuestra razón. Y he aquí el primer lugar común que nos obsesiona con el juego del ajedrez: una complejidad que puede cazarse, que puede domarse con los instrumentos de razonamiento lógico que hemos aprendido en la escuela.
Ahora muevo un peón: e4. A esta simple jugada de las blancas, las negras pueden responder con otras 20, cada una de las cuales puede también responderse con un número de jugadas similar. Cada jugada abre un universo nuevo, universos paralelos que se deciden por una simple jugada; si existen infinitos universos, cada uno elige una jugada que no hemos visito o no hemos considerado y en cada uno de estos universos hay una versión ligeramente distinta de cada uno de nosotros que busca, y en ocasiones encuentra, la solución al problema, tan humano, de ganar.
Ahora un cálculo simple: las blancas tienen 20 jugadas posibles en la primera jugada, a cada una de esas 20 jugadas posibles, las negras pueden responder con otras 20 jugadas, esto genera un árbol de 400 jugadas posibles solo con el primer movimiento. Pero a partir de aquí el crecimiento es brutal: después de tres movimientos las posibilidades son del orden de 206 (64×106). Después de cinco movimientos, las posibilidades son del orden de 2010 (1024×1010). ¡Hemos llegado a la edad del universo después de solo cinco jugadas!
La complejidad comienza a ser insoportable, pero el cerebro humano se rebela, protesta y sobrevive, encuentra herramientas que le permiten navegar en la inmensidad de estos números. Calma. 20 movimientos, ¿pero cuántas jugadas son buenas? ¿Cómo definir lo que es bueno y lo que es malo? ¿Cómo tomar las decisiones en cada encrucijada? Donde hay reglas hay cotas y la libertad de la jugada está seccionada por la necesidad de buscar posiciones favorables. Control del centro, apertura de diagonales, seguridad del rey, posibilidades tácticas, son principios fundamentales del juego de la apertura que pueden encontrarse en cualquier libro de ajedrez, son, en realidad, maneras de dirigir y recortar el árbol de búsqueda. Entonces, de las 20 primeras jugadas, el primer jugador solo piensa en media docena, y el segundo en otras tantas. Así el ajedrez reduce la incertidumbre y se convierte en una empresa humana.
En las metáforas de ajedrez se encuentran, viviendo libremente, esperando a ser redescubiertas por cualquiera que se interese en ellas, toda la evolución de los seres vivos, desde el origen de la vida hasta nuestros días. En lo humano, nos presenta a la historia de las civilizaciones, desde el misterio de la naturaleza y el diálogo con lo sobrenatural a la obsesión de reyes y tiranos, de artistas como Marcel Duchamp o escritores como Vlamidir Nabokov y músicos, como André Philidor, Sergei Prokofiev o John Cage. Matemáticos como Euler o Shannony Turing, todos obsesionados con los movimientos sencillos, inocentes, de las piezas sobre el tablero. El ajedrez nos habla directamente del cerebro y de la mente, de la conciencia y de la conciencia de la conciencia del otro: yo sé que mi oponente sabe que yo sé. Nada, absolutamente nada, es más humano que esa metaconciencia hacia nuestros semejantes. Espero que, a lo largo de esta exploración que iniciamos hoy, las conciencias se hagan más patentes, se agiten, se retuerzan y se estremezcan ante la belleza inigualable de las infinitas metáforas de ajedrez.