En una sociedad secular, cualquier tradición —incluido el adviento— puede desprenderse de su origen sagrado y encontrar una nueva vida en el mercado.
El calendario de adviento nació lejos del marketing. A mediados del siglo XIX, las familias protestantes en Alemania colgaban imágenes o encendían velas para que los niños siguieran, día a día, el camino hacia la Navidad. No era un producto: era un ritmo, una forma doméstica de hacer tangible la espera.
Un siglo más tarde, ese pequeño dispositivo ritual se transformó en otra cosa. Hoy, los calendarios de adviento ya no enseñan a esperar; enseñan a consumir a través de la espera. Lo que antes era un gesto comunitario ahora es una ingeniería de anticipación, organizada en cajas troqueladas, microformatos y sorpresas diarias.
Hartmut Rosa diría que en una modernidad acelerada buscamos maneras de volver manejable un tiempo que se desborda. El calendario de adviento encaja ahí: ofrece una estructura que organiza la ansiedad, convierte diciembre en una secuencia de microrecompensas y presenta la espera como un proceso administrable. Es una técnica de sincronización temporal, solo que empaquetada como producto.
Walter Benjamin pensaba que la mercancía lleva una historia inscrita en su superficie. En el calendario de adviento contemporáneo, esa historia ya no reside en el contenido —que suele ser mínimo— sino en la coreografía del deseo que organiza. El consumidor no paga por los objetos que trae cada casilla, sino por una forma específica de vivir el tiempo: anticipación dosificada, expectativa administrada, un ritual diario convertido en experiencia de marca. Lo que circula no es tanto el producto, sino la emoción de esperar algo que probablemente no necesitamos.
Los ejemplos locales lo ilustran. La edición limitada del calendario de Trendy se agotó en minutos: un fenómeno típico de productos diseñados para activar la urgencia. En el caso del calendario de Pergamino, las veinticuatro dosis de café no suman una libra de producto, pero el precio equivale a tres o cuatro libras del mismo café que venden durante el año. No es una inconsistencia: responde al modelo de valor del formato, donde lo determinante no es el volumen sino la experiencia calendarizada y la narrativa que la sostiene. En este caso, esa narrativa —centrada en apoyar al pequeño caficultor— se integra al ritual del adviento y lo vuelve aún más vendible: no solo se compra café, sino la sensación de participar, día a día, en una causa que da sentido al consumo.
A nivel global, la lógica es la misma. En Europa circulan calendarios de belleza de más de doscientos euros; en Estados Unidos hay versiones de té, vino, velas, snacks o juguetes. Cambia el contenido, pero la estructura permanece: administrar la espera mediante un mecanismo que transforma cada día en un estímulo programado. Baudrillard lo anticipó: no consumimos objetos, sino narrativas que organizan el deseo.
Aquí entra la capa secular. Aunque el adviento nace en un contexto protestante, su difusión global muestra que las tradiciones pueden transformarse en formatos culturalmente portables. El mercado no necesita el contenido religioso; solo la forma: un ritual de cuenta regresiva que puede llenarse con cualquier mercancía. Es un proceso de secularización peculiar: no se pierde la estructura del rito, sino que se desprende de su sentido espiritual para volverse un dispositivo universal de anticipación vendible. La tradición se convierte en molde, adaptable a países católicos, laicos o de religiones no cristianas. No se exporta el cristianismo, sino la lógica de la expectativa fragmentada, lista para ser comercializada.
Byung-Chul Han añadiría que el sujeto contemporáneo se da regalos a sí mismo para sostener la sensación de avance emocional. El calendario de adviento se vuelve así un sistema de pequeñas concesiones diarias, un método de autogestión afectiva donde abrir una casilla confirma que el día “cumplió”.
En ese sentido, la pregunta no es si el calendario es caro, útil o prescindible. La pregunta es qué tipo de relación con el tiempo produce. La espera deja de ser apertura y se vuelve administración: una secuencia de certezas pequeñas, prefabricadas, diseñadas para cerrar el vacío.
El calendario de adviento contemporáneo no celebra la espera: la gestiona. Monetiza el suspenso, organiza el mes y convierte la anticipación en un flujo diario de verificaciones. Y ahí aparece la paradoja que atraviesa todo diciembre: nada más cristiano que la espera; nada más capitalista que monetizarla.


















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