El actor y director de teatro Gilberto Martínez Arango falleció hoy en la ciudad de Medellín.
No sé cómo empezar a escribir estas palabras. Quizás porque las imágenes en la cabeza son muchas. Quizás. O quizás porque no salgo del pesar que me produjo esta noticia con que comencé el día: Gilberto Martínez Arango, actor, director, dramaturgo y fundador de la Casa del Teatro de Medellín, ha fallecido. En medio de ese silencio que trae consigo la muerte, aún escucho a Gilberto hablar sobre Milagros bufos, obra insigne de la Casa del Teatro de Medellín escrita por el italiano Darío Fo y que bien podría adaptarse a nuestro tragicómico país. Pero también lo escucho hablar de su vida. Era además de actor y director, cardiólogo, nadador y profesor.
Su profesión era salvar corazones, pero muy temprano se dio cuenta de que lo suyo, su vocación, era llevar a las tablas las pasiones que hacen latir al corazón humano. Y entonces se dedicó al teatro, muchas veces con la misma terquedad con que don Quijote peleaba con los molinos de viento. Ateo, disciplinado, lector voraz, dueño de un sentido del humor bastante fino y una lucidez tremenda, ese también era Gilberto. Aún lo escucho y también lo veo sentado en su oficina aquella noche del viernes 3 de julio de 2015 mientras conversaba conmigo, un practicante del periódico El Mundo que no paró de reírse en la función de Milagros bufos y que debía escribir un artículo sobre dicha obra para la edición dominical, aunque por esas cosas del agite periodístico terminó publicándose el jueves de la semana siguiente.
Nuestra conversación fue larga, de una hora y media. En la universidad a uno le dicen que «hay que mantener la distancia con nuestras fuentes», pero con Gilberto me fue imposible mantener esa helada regla, porque con él no paré de reírme y sus palabras, por fortuna, hacían olvidarme del azaroso silencio que a esas horas se paseaba a sus anchas por el barrio Prado Centro, donde está ubicada la Casa del Teatro, su mayor gesta.
Al año siguiente de nuestra conversación, el 13 de octubre, lo llamé a la Casa del Teatro para hacerle unas cuantas preguntas sobre Darío Fo, su gran amigo, quien había fallecido unas horas después de que en Estocolmo se anunciara que Bob Dylan era el nuevo Premio Nobel de Literatura.
Una joven atendió mi llamada y me dijo que el maestro Gilberto no se encontraba en la Casa, que no andaba bien de salud. «Si quiere puede llamarlo a su apartamento y hacerle la entrevista por teléfono», me sugirió ella pero a mí me pareció bastante imprudente de mi parte llamarlo en semejante estado. Acordamos entonces que la próxima semana la llamaría de nuevo para preguntarle cómo seguía él y si regresaría a la Casa para hacerle la entrevista. La llamada nunca se hizo y tres meses después me lamento de no haberla hecho, de no haber vuelto a conversar con él sobre Darío Fo y su visita a Medellín décadas atrás, pero también sobre la vida, sus nuevas empresas teatrales y de otros milagros bufos.
Descanse en paz, maestro. El acto ha concluido, pero su obra será eterna. Es lo único que se me ocurre decir para darle punto final a estas palabras.