“Parece que estamos formando a nuestros estudiantes de medicina para que reemplacen en sus puestos a los protagonistas de Grey’s Anatomy o ER Sala de Emergencias, como si viviéramos en un guión de serie. Nuestros médicos se forman con falsas expectativas y luego se estrellan con la realidad del paupérrimo mercado laboral. Médicos que se saben de memoria los criterios de UCI para la pancreatitis pero no saben formular una amigdalitis, y mucho menos hacer una onicectomía (operar una uña encarnada); y no es que este mal saber lo primero, pero sí deja mucho que decir si no sabe lo segundo”.
Ya les conté en otra columna las peripecias en las que el destino haría posible, aunque yo ya lo creía improbable, prestar mi Servicio Social Obligatorio en algún municipio de mi Huila querido. El amor de un padre preocupado, el indescifrable azar que nunca da explicaciones y la violencia que ha cruzado a su antojo, como una maldición homérica, nuestra geografía y nuestras vidas me pondrían en una camioneta con rumbo a Iquira para iniciar mi servicio rural. Corría el año 2006.
En ese entonces a pesar de que la ley 50 de 1981, que creó el Servicio Social Obligatorio, es decir, la ley que obligaba a los profesionales de la medicina, enfermería, bacteriología y odontología a prestar un servicio social rural, esto es, en las zonas apartadas de las capitales de los departamentos donde el acceso a la salud es complejo, la violencia en la que estaba el país obligó a las autoridades a decretar que en aquellos municipios donde la situación de orden público era “difícil” el rural, que duraba por ley un año, solo se hiciera durante seis meses. Este fue justamente el tiempo que duró el mío porque, aunque se vivía una aparente calma en el municipio donde presté lo hice, era un lugar declarado como zona roja.
Allí me encontré con los otros rurales: una enfermera jefe que venía de una universidad de la costa y un odontólogo que venía de una universidad de Bogotá (la bacterióloga era de planta, de modo que no había profesionales rurales en ésta profesión).
Debo decir que sufrimos lo que es atender a una población rural con las carencias propias de nuestro sistema de salud, pero también debo decir que gozamos la experiencia de atender a la población en sus necesidades más básicas en los territorios. Un baño enriquecedor de realidad, de colombianidad. Fue sin duda una experiencia dura, pero también valiosa que considero me ayudó a formar carácter y criterio.
Pero esa “escuela” se está perdiendo en la actualidad.
No solo ya no hay plazas rurales en los distintos hospitales municipales sino que a los médicos recién formados ya no les interesa hacer su rural. Estamos frente a una coyuntura compleja con orígenes multifactoriales difíciles de tratar.
Por un lado los contratos abusivos en los cuales los médicos no tienen garantías laborales. Muchas plazas de planta (por no decir la mayoría, si es que alguna queda) fueron reemplazadas por contratos de prestación de servicios que han rebajado a la práctica médica en una condición parecida al lenocinio descarado, y esto con la anuencia de colegas que se han dedicado a la administración estos hospitales.
La gran cantidad de médicos recién graduados versus la poca cantidad de plazas rurales han hecho que se recurra a un “sorteo” para decidir a quién se “premia” con una plaza rural. (Así no opera el azar. Aunque no lo parezca, es más poético).
La tendencia de muchos docentes que insisten en formar médicos para que se desempeñen en centros de alta complejidad y no para aportar a la salud primaria. Esto representa una completa desintegración con el deber del médico general. Parece que estamos formando a nuestros estudiantes de medicina para que reemplacen en sus puestos a los protagonistas de Grey’s Anatomy o ER Sala de Emergencias, como si viviéramos en un guión de serie. Nuestros médicos se forman con falsas expectativas y luego se estrellan con la realidad del paupérrimo mercado laboral. Médicos que se saben de memoria los criterios de UCI para la pancreatitis pero no saben formular una amigdalitis, y mucho menos hacer una onicectomía (operar una uña encarnada); y no es que este mal saber lo primero, pero sí deja mucho que decir si no sabe lo segundo, especialmente en el contexto de la atención primaria en salud. Y estos son solo pequeños ejemplos, pues las carencias en cuanto a las competencias básicas que debe tener un médico se ven a diario.
La desidia de los mismos estudiantes y algunos médicos recién graduados a ejercer la práctica rural, con excusas que van y vienen para quedarse a trabajar en las ciudades, para evitar a toda costa ir a hacer su rural. En salud pública se dice que el nivel primario se debe encargar del 80% de las necesidades en salud y parece que solo estamos formando para que se encarguen del 20% restante.
La medicina rural está en crisis y es por ello que desde el Gobierno Nacional en cabeza del Ministerio de Salud, las universidades y el mismo Sistema de Salud debemos apostar por un fortalecimiento de la medicina primaria y darle al médico general el lugar que se merece. No podemos pretender correr cuando aún no sabemos caminar.
A todos aquellos estudiantes de medicina que tengan la oportunidad de leer esta columna, a los docentes de medicina, a los encargados de los diseños curriculares en las universidades, a la academia, a las autoridades, al gobierno, y a todos los médicos… volvamos a la medicina primaria.
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