Es urgente una metamorfosis de los discursos y prácticas sociopolíticas que se centralizan en la “no violencia” pero intrascendentes para la construcción de un sistema de paz sustentable.
«Joven nutrióloga fue encontrada sin vida la tarde del miércoles 6 de enero», un encabezado frío, incómodo e incompleto… Seguí leyendo la nota, «William N, presunto instructor deportivo de la joven, fue detenido por autoridades y relacionado al caso», también se comprueba que fue víctima de un delito sexual típico de hombres contra mujeres: violación.
Samara Arroyo Lemarroy fue una joven de Veracruz (México) y pertenencia a la organización internacional Rotary que busca el bienestar y desarrollo mundial. Lamentablemente, en ella encarnó el mayor miedo de las mujeres mexicanas y es ser una de las diez víctimas diarias del máximo crimen de odio: el feminicidio. Estadística que solamente crece anualmente ante la impunidad del 98 % y la apatía institucional de ofrecer transformaciones reales que permitan construir sociedades más pacíficas, consecuentemente con mayor protección a los Derechos Humanos.
Fue un asesinato permitido por una cultura y estructura que avala los ataques contra las niñas y mujeres con falacias desde «busconas», «provocadoras» hasta acusarlas de «dejarse» violentar o no haberse cuidado lo suficiente, en pocas palabras, pseudoargumentos misóginos emitidos por civiles y autoridades. Una ideología que ha persistido como uña encarnada y que duele más que ese padecimiento, pues bajo estas falsas creencias de poder y peyorización es que se ha quebrado la estabilidad de millones de niñas, mujeres y sus familias. Pero… ¿Qué ocurre cuando sufre alguien que cumple con los mandamientos cuasireligiosos para buen comportamiento? ¿Y si es una niña? No hay que preocuparse tanto en estas cuestiones, siempre se encuentran formas de revictimización cuando la cultura de la agresión está centralizada.
Mientras las víctimas son responsabilizadas de los ataques que sufren por «permitirlas», se justifican a las personas agresoras (principalmente hombres) con «es que así ha sido siempre» o cualquier otra falacia viril. Poca relevancia tiene si quien agrede es hombre, pero eviten hacerlo las mujeres porque sufren condena social y es motivo para desacreditar los reclamos que exigen cesar las violencias. Estas posturas son evidencias del desconocimiento colectivo para edificar sistemas que potencialicen el desarrollo y bienestar comunitario.
Es urgente una metamorfosis de los discursos y prácticas sociopolíticas que se centralizan en la “no violencia” pero intrascendentes para la construcción de un sistema de paz sustentable. Los feminicidios solo son un síntoma de irresponsabilidad judicial y proyectos administrativos irreales para una transformación social pues configuran los espacios para el cultivo de conductas destructivas y desatienden las necesidades que van más allá de las fisiológicas.
Cuestionar el sistema de socialización que hemos practicado hasta ahora es necesario porque ha permitido la construcción de masculinidades agresivas: el 95 % de los homicidas en el mundo son varones. Es primordial denunciar las violencias en lugar de reprochar a quienes valientemente alzan la voz en defensa propia o de otras personas, así como configurar proyectos para desnormalizar las agresiones en la crianza, relaciones laborales, afectivas y románticas.
Samara fue victima de un sistema inepto para asegurarle una vida libre de violencia, por lo que tecleo en reclamo de justicia y un llamado a la responsabilidad de las autoridades para trabajar en las labores eternamente encomendadas. Esta columna es para que no sea un número más.
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