Si más colombianos leyeran el valioso informe, ¡Basta ya!, del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), comprenderían la lógica malévola del conflicto armado y entenderían por qué algunos políticos obstaculizan las acciones de las instituciones encargadas de visibilizar y reparar a las víctimas. Sabrían, además, que con aquello solo buscan ocultar sus culpas y enterrar bajo una fosa de olvido y distracción el origen de sus fortunas, las de sus familias y las de sus amistades, que son o fueron, en su mayoría, productos del despojo de tierras y la apropiación ilícita de las mismas.
Es así como la negación de sus responsabilidades y la necesidad simbólica de mantener “limpios” sus apellidos, manchados por su participación directa o indirecta en la degeneración del conflicto, obliga a esos políticos a seguir azuzando odios y a seguir abriendo brechas y divisiones que terminan congestionando o inflamando el debate público.
Por eso no es para nada extraño leer en las noticias que senadores –es decir, nuestros representantes políticos- se griten entre sí, en plenas sesiones: “narco-guerrilleros” o “asesinos”, “poniendo en riesgo”, como afirmaba el entonces director del CNMH Gonzalo Sánchez, “una reintegración verdadera a la comunidad política y la posibilidad misma de transformación del contendor armado en contradictor político que es la sustancia de un proceso de paz”.
También por el mismo motivo ya es habitual y hasta natural que nosotros –esa masa abstracta que ellos llaman “el pueblo”- consumamos propaganda política hecha a su medida, es decir, viciada y criminal. Solo tenemos que alzar la mirada, alejándola un segundo de nuestras pantallas, y mirar el panorama, observar, por ejemplo, nuestro entorno más inmediato, ese que está minado por esas enormes vallas propagandísticas que buscan deslegitimar a la JEP. Sí, esas que valiéndose de argumentos maniqueos dividen al mundo entre víctimas y victimarios, entre amigos y enemigos, entre aquellos y nosotros, entre yo o él.
Esas que degeneran el debate, esas que nos enferman y nos convierten en una sociedad donde las huellas y afrentas del conflicto armado permanecen latiendo a perpetuidad, sin poder sanar. Y donde la venganza permanece rezagada, esperando el momento para explotar con brutalidad, para eliminar de una vez y para siempre a ese otro extraño, a ese inmerecido hombre o mujer que no es un semejante, porque piensa distinto. Sí, porque para sus consciencias los disidentes no somos humanos, y no podremos serlo, pues no lo merecemos. Somos tan solo: el enemigo, el mamerto, el buen muerto, el líder social que busco su mala suerte (su asesinato por líos de faldas).
Así las cosas, ¿qué nos queda?, ¿qué hacer? Acaso dejar que desde adentro de las mismas instituciones destruyan nuestra memoria histórica, (ellos nombraron a Darío Acevedo, un historiador revisionista y negador del conflicto armado, como nuevo director del CNMH), o bien, luchar para que ese “mal sufrido” no vuelva a repetirse en la acción, pero que por el contrario vuelva a hacerlo en la memoria colectiva, solo “para dar una nueva oportunidad al porvenir”, como bellamente lo escribió el filósofo y lingüista Tzvetan Torodov.