Cuando a Rostropovich le preguntan por la mejor ópera que el siglo XX haya producido responde: Lady Macbeth de Mtsensk. Luego lo piensa, lo piensa brevemente, ya que tiene las cosas claras, y se adelanta a las posibles objeciones: “También amo, desde luego, Wozzeck y Lulu, pero…” Ah, pero E. introduce un concepto de escaso prestigio y cientificidad: el de “alma”. Porque dice: “Pero Lady Macbeth llega más a mi alma”. Y es un ruso el que habla y un ruso sabe de lo que habla cuando habla del alma. Habla, casi siempre, del alma rusa. Algo hay en Tolstoi, Dostoievsky, Chejov, Tchaicovsky, Mussorgsky, Meyerhold, Maiakovsky y también en Stravinsky y aun en el Rachmaninoff del Tercer concierto para piano que los semeja. Pertenecen a una geografía, a un modo entre trágico y ásperamente cómico de ver la vida, a una lengua, a una historia. Son rusos. Acaso a esa “ruseidad” esencial se refiere Rostropovich. No en vano, ahí, en el escenario del Colón, insólitamente encima de ese escenario como ninguna orquesta en ninguna ópera lo estuvo, se lo ve iluminado por un cenital poderoso, una luz incesante que cae sobre él como una bendición. Es la luz y la bendición de Shostakovich. El gran Mstislav encarna a su compositor amado y pareciera que sólo así, bajo la luz del “alma” de Shostakovich, se anima a dirigir esos desbordes orquestales (la fuga con que cierra el primer acto) que exigen tanto a la orquesta.
¿Por qué Rostropovich habla en seguida de las óperas de Berg cuando elige, como su predilecta, la de Shostakovich? Porque la polémica viene de lejos: ¿fue a causa de la opresión stalinista que Shostakovich no incurrió en la atonalidad? Aquí subyace un prejuicio, y es el que supone que en un régimen de libertad sólo existía un camino para un genio como Dmitri Shostakovich, la Escuela de Viena, la atonalidad. Cuando se dice, cuando Occidente dice, cuando el capitalismo suele decir: “Ah, qué dolor. Lo que su genio hubiera dado bajo la libertad”, se está diciendo que hubiera abandonado la tonalidad, que hubiera hecho música de experimentación, que habría utilizado técnicas renovadoras. Créase o no, estas cosas todavía se dicen acerca de Shostakovich. Los esquemas de interpretación sobre la música del siglo XX siguen siendo: Viena = experimentación = técnicas renovadoras = atonalismo = progreso. Interpretación tan vieja como ya es viejo el siglo XX, que tan hondamente creyó en el progreso en las artes, que tan hondamente lo exigió, y que terminó por ser eso que muchos dicen que fue: el siglo cuya música no fue escuchada.
Con respecto a Shostakovich, no es tan sencillo decir que no incurrió en “técnicas renovadoras”. No sólo por su ópera La nariz, sino por toda su obra. Se podría abrumar a cualquier “policía atonal” con los desbordes experimentales en Shostakovich. Pero se trata de otra cosa. No hay que seguir pidiendo disculpas a los inquisidores de la “experimentación”, el “atonalismo”, las “técnicas renovadoras”, en fin, la “vanguardia”. Una obra es grande por muchas razones. Entre las que no habrá que dejar en segundo plano el genio de su autor, la especificidad de sus búsquedas (a menudo alejadas de las búsquedas imperantes, de “lo que se debe buscar y cómo”) y características tan hondas y emocionales y abstrusas como eso que Rostropovich cubre con el concepto de “alma”. O sea, Shostakovich también fue grande porque fue infinitamente ruso, porque su música es sólo la que un ruso podía componer, y hasta un ruso como él: desmedidamente genial pero sofocado, experimental por caminos propios y laterales a la dogmática de la experimentación (porque sí, porque existen las dogmáticas de la experimentación y suelen ser las más despiadadas), orquestador maravilloso (sólo, acaso, igualado por Ravel, otro que, según muchos, “no inventó nada”), sinfonista inalcanzable y, es el momento de decirlo, el militante político más desgarrado del sistema comunista que se implantó en la Unión Soviética.
¿Qué otra cosa podría haber hecho Shostakovich, que otra cosa además de quedarse en Rusia y componer bajo Stalin? Se sabe la respuesta. El Occidente que lo esperaba con los brazos abiertos siempre la dio: podría haber “elegido la libertad”. ¿Por qué no se fue Shostakovich? Que nadie diga porque no podía, ya que si otros ilimitadamente menos geniales e importantes lo lograron, es absurdo pensar que la posibilidad no existía para él. Aquí, lo confieso, entramos en una zona conjetural, tan ardua y compleja como lo fue el hombre que la transitó. En 1979 aparece un libro que habrá de ser célebre: unas supuestas memorias que Shostakovich le habría dictado a Solomon Volkov, un discípulo que también decía ser su amigo. Es algo así como el precio que paga Shostakovich para blanquearse ante Occidente. No consigue convencer. Las sombras persisten.
Si luego de Lady Macbeth (que Stalin, célebremente, prohíbe), Shostakovich sigue en Rusia, escribe su Quinta sinfonía y le pone el no menos célebre acápite (“Respuesta creativa de un artista a una crítica justa”), cabe preguntarnos: ¿no habrá sido “esa” su elección? ¿Acaso no fue una figura gloriosa en el cerco de Leningrado? ¿Puede un torturado, un descontento, haber escrito la Séptima? ¿El último movimiento de la Quinta no es el canto desaforado a la gloria triunfal del comunismo? (Aclaro: como es gran música, como es la música de un grande de la cultura universal, aun ese cuarto movimiento se transforma en un canto a la gloria, a toda gloria, a todo triunfo, a toda epopeya.)
Pensemos en Prokofiev. Vuelve a Rusia (él, un elegido de Occidente) en los años treinta y hasta llega a escribir una ópera, Smyon Kotko, en la que se enaltece al Ejército Rojo. ¿Por qué? “Si bien es cierto que en el llamado Occidente (escribe Diego Fischerman) los compositores podían escribir lo que se los diera la gana, también lo es que sólo la Unión Soviética era capaz de pagarles para que hicieran exclusivamente eso. Prokofiev, en Occidente, debía tocar el piano, dar conferencias, pujar por un encargo. En su vieja patria era un compositor. O quería serlo.” (Página/12, 18/10/2000). También Shostakovich. Por decirlo claramente: también él quería ser un compositor en su vieja patria. Tanto lo alimentaba su “vieja patria” (son oscuros y sinuosos los caminos del gran arte) que prefería quedarse en ella, con Stalin, vigilado, controlado, eludiendo al Estado Policial, engañándolo, pero dueño de su geografía, sus climas, y sus propios, intransferibles, ineludibles desgarramientos. Es impensable un Shostakovich Occidental. Esa música que hoy el mundo (hoy, acaso, más que nunca) escucha maravillado es producto de las dudas, las rupturas, el escepticismo y el desesperado e imposible amor de un músico ruso por su propia tierra. De aquí que sea incorrecto escuchar Lady Macbeth como el rescate que Occidente hace de un gran compositor que “hubiera sido más grande de este lado, del lado de la libertad”. Primero, porque Occidente no es “el lado de la libertad”, sólo dice serlo. Y segundo, porque la grandeza de la música de Shostakovich existe porque él eligió, no “el lado de la opresión”, no “el lado de la tiranía”, sino la gran patria rusa, ese espacio contradictorio y terrible, pero suyo. Ese espacio del que se nutría su “alma”, concepto errático y de escaso prestigio al que apela Rostropovich, orgullosamente, para decirnos dónde se aloja en él la música de su maestro inagotable, ese músico al que su siglo escuchó porque (en medio de las complejas y únicas circunstancias históricas que le tocó vivir) escribió para la eternidad.