Hay un antiguo refrán que reza: “Colombia fue de la mula al avión”. Y por curioso que resulte, esta afirmación no dista mucho de la realidad, pues hace referencia a la primera aerolínea comercial fundada en América y segunda en todo el mundo. A finales de 1919, la antiguamente colombiana y hoy brasilera Avianca se fundaba bajo el nombre de SCADTA, cuando Colombia aún se movía a través de ríos y precarios caminos de arriería –dos escasas décadas después de que rodara el primer carro por las calles de nuestro país-.
Posteriormente, cuando los pájaros de acero comenzaron a adueñarse del espacio aéreo, la aviación comercial se convirtió en un servicio de lujo de primer nivel donde lo importante era estar en el avión en las alturas, y no propiamente llegar a un destino. En aquel tiempo, aquellos distinguidos pioneros acaudalados dejaban de lado el caviar y paraban de beber su coñac para aplaudir luego del avión aterrizar. Y a medida que la aviación se consolidaba como el sistema de transporte más efectivo, los aplausos sonaron con agitación al interior de los fuselajes que tocaban tierras europeas y norteamericanas. En la actualidad, esto todavía sucede en aquellos lugares, luego de aterrizajes forzosos o vuelos turbulentos y comprometidos ¡Salud por la vida!
El gran da Vinci enfrentó principalmente problemas al ignorar la diferencia de presión de aire en las alas y un adecuado diseño de estas y su acoplamiento a la estructura del avión, en sus fallidos intentos de volar como las aves. Siglos después el brasilero Alberto Santos Dummont fue el primero en pilotear una máquina más ligera que el viento despegando por si sola –verificado por el aeroclub francés y presenciado por una multitud asombrada-. Los aplausos son todavía comunes en algunas regiones alrededor del mundo, incluso aquí en Suramérica además de Colombia.
Esta particular y discriminada práctica en los días actuales, probablemente tenga más sentido y mérito si se considera que este podría ser el primer vuelo o aquel servicio de lujo para quien ovaciona. Se palmotea, como lo habría hecho da Vinci al aterrizar en su primer paseo en avión, mis compatriotas aplauden como las distinguidas personas que son. Aplauden por llegar a tierra sanos y salvos, agradecen al Dios católico de nuestro estado laico la precisión del obsequio de la ciencia. Parecería ser que los aplausos de aterrizaje han sido más para celebrar la aventura humana antes que una práctica que merezca nuestra burla.
La próxima que vez suenen los plausos, ¿se unirán a la burla o se unirán al homenaje?
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