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El Acuerdo de Paz cumple nueve años en la agonía del primer Gobierno progresista. Cada año, por estas fechas, se realizan un sinfín de actividades sobre su implementación; no faltan los foros, conversatorios, coloquios y los informes de rendición de cuentas, argumentos y contraargumentos para afirmar que el aterrizaje a la realidad de un Acuerdo de Paz que marcó un punto de inflexión en la historia reciente va muy bien, o, por el contrario, va muy mal. Para algunos “académicos del posacuerdo” solo se trata de una cuestión de cifras, otros, con algo más de sensatez, cifran el estado de su implementación en realidades más cualitativas y humanas.
En términos generales considero que el Acuerdo de Paz se encuentra en un buen momento, claro que todavía persiste una interpretación polarizada sobre su relevancia y sentido histórico, pero sin tanto ruido y oportunista de ocasión, sigue siendo relevante en la discusión pública y no ha dejado de ser una “carta de batalla” para quienes consideramos, sin ambages o asomo de duda, que en propiedad traza un derrotero excepcional para la transformación y modernización del país.
Ni la “paz de Santos” o la “entrega del país a las Far”, el Acuerdo de Paz es una brújula reformista para el conjunto de la sociedad colombiana.
Creo que el peor daño que la extrema derecha guerrerista hizo sobre su compresión social fue el haber instalado en un amplio sector de la población la creencia falaz que reduce su multidimensionalidad temática a una serie de concesiones a la guerrilla. Nada más falso. El Acuerdo de Paz en su dimensión rural, política y social convocaba –y sigue convocando– al 90% de los colombianos y colombianas. Las cacareadas “concesiones” a la guerrilla solo se trataban de condiciones mínimas de reincorporación social, económica y política, y, ante la excepcionalidad del fin del conflicto con las Farc, un diseño de justicia transicional. Ni más, ni menos.
Pero el daño está hecho y el Gobierno Santos en su proverbial arrogancia no tuvo la capacidad para posicionar la visión transformadora de lo acordado más allá de la narrativa engañosa de la extrema derecha. Santos entrampó el Acuerdo en su disputa personal con Uribe y salió perdiendo, erosionando, de paso, su legitimidad. Con Duque el Acuerdo cayó en un letargo institucional, y con Petro, pues bueno, en las primeras de cambio pasó a un segundo plano debido el protagonismo estelar de la paz total, pero apenas la “paz de Petro” hizo aguas demostrando la fragilidad de sus cimientos, el Acuerdo volvió a cobrar cierto protagonismo. Aunque de forma tardía y cuando ya es poco lo que se puede hacer.
En el ocaso del primer Gobierno progresista el Acuerdo se encuentra en un buen momento pero no por la acción directa del mismo Gobierno, el presidente, tal vez convencido de que su lugar en la historia no se limitaba a “hacerle el trabajo a Santos”, siendo candidato del progresismo, redujo la naturaleza del Acuerdo al de un mero “pacto entre Santos y las Farc”. Obviamente el Petro candidato no tenía idea de lo que estaba hablando y ni se había tomado el tiempo de leer sus 310 páginas. Recién su convulsa política de paz empezó a fracasar como resultado de la ingenuidad, la improvisación y su propia inercia, la multidimensionalidad temática del Acuerdo pasó a tener cierto espacio en sus delirantes discursos.
Si el Acuerdo de Paz se encuentra en un buen momento es porque 12.000 mujeres y hombres que en 2016 depusieron las armas siguen comprometidos con la paz. Es el 90% de quienes le creyeron al Estado y que a lo largo de nueve años han padecido los férreos rigores del incumplimiento –Gobierno tras Gobierno–; de la inseguridad jurídica –debido al profundo descarrilamiento de la JEP–; del desplazamiento forzado en varias zonas de capacitación y reincorporación; la estigmatización; y el genocidio. Genocidio que este Gobierno no ha podido parar y que a la fecha suma más de 400 firmantes asesinados desde el 2016.
Ellos y ellas, colombianos y colombianas que resisten y luchan, sin dejarse arrasar por las tentadoras sirenas de la guerra, son las 12 mil razones que tenemos quienes padecemos de insistencialismo crónico por la búsqueda quimérica de la paz, para insistir. Es por ellos y ellas que tiene todo el sentido del mundo seguir adelante en medio de las dificultades y las talanqueras institucionales que reducen, minimizan y erosionan el sentido transformador de un Acuerdo de Paz que es de todos y todas.
Ya habrá tiempo para revisar lo que fue de la implementación del Acuerdo en el Gobierno Petro, por supuesto que con Petro se tenían muchas expectativas, muy legítimas, porque el triunfo electoral de la izquierda se incubó aquél 26 de noviembre de 2016. Aunque cada vez cueste más tenerlo presente, este país con las Farc era una cosa muy diferente, cuando esa guerrilla mayoritariamente salió de la ecuación de la guerra, a raíz de una decisión política, Colombia se abrió a lo incierto y lo posible.
Y entre lo incierto y lo posible: en 2021 se activó un Estallido social sin precedentes, y en 2022 la izquierda llegó al poder. Dos hechos históricos donde palpita, sin duda, el Acuerdo de Paz.
En 2026 se cumplirán 10 años, no sé bajo el signo de cual Gobierno y bajo qué expectativas con relación a la paz, pero quienes caminamos de la mano de los firmantes, comprendiendo su compromiso y haciéndolo propio, con seguridad estaremos firmes. No lo duden: así la noche sea muy oscura son miles las razones que nos nacen desde el corazón para insistir.














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