Las regulaciones que se disputan al interior de un tipo de sociedad con formas estructuralmente injustas (como ocurre en la sociedad capitalista), no sólo son el producto de conquistas que abren horizontes de experiencias favorables a las mayorías, también permiten sancionar la violación o el desacato de dichas conquistas formalizadas en términos legales.
Encogidos de hombros, los alemanes del siglo XIX creían poco cercanas las condiciones inhumanas que existían en países industriales como Inglaterra y Francia. No imaginaban en éstas una advertencia sobre el futuro de la modernización económica y política de la sociedad alemana. Tal como lo hizo Alemania, Colombia insiste en cubrirse los ojos ante las advertencias que algunas experiencias cercanas le ofrecen sobre su situación pensional, laboral y sanitaria. “Nuestro sistema funciona” se escucha en los debates y en las calles, se ha gritado ardientemente este domingo 21 de abril en las marchas convocadas por los sectores (centro)derechistas del país. Sin embargo, el progresivo desmantelamiento de los derechos básicos que garantizaban al trabajador, al desempleado, o al precario lo necesario para su existencia, susurra un alarmante “De te fabula narratur!” [¡A ti se refiere la historia!] para los colombianos.
Hace algunos años, en una cartilla de formación barrial elaborada por la Casa de la mujer en Bogotá, se denunciaba que el problema de un sistema de salud incapaz de brindar atención oportuna a los pacientes, falto de programas de prevención efectivos, sin consultas suficientes para responder a las necesidades de atención inmediata, era un problema reposado sobre los hombros de la comunidad. Esta cartilla, que data de 1983, denunciaba el desmantelamiento de las regulaciones que las mayorías sociales habían fijado legalmente, para garantizar la defensa de sus derechos básicos. La comunidad en la que recaían las obligaciones del Estado se veía forzada a organizar comités de salud, elaborar diagnósticos caseros y crear soluciones con recursos propios, a pesar de no tener, siquiera, condiciones salariales suficientes para garantizar el alimento diario[1].
Lo que ocurría en Colombia en la década de los 80, y luego se exacerbaría en los 90, se estaba viviendo ya en otros países de Latinoamérica. Por entonces la Argentina humilde de los tiempos de Videla padecía el hambre y las enfermedades provocadas por los sucesivos ajustes económicos de corte neoliberal. En un país dedicado exclusivamente al favor de las minorías enriquecidas con la privatización de los bienes y servicios públicos, gran parte de la población empobrecida, desnutrida y enferma pasó a ser atendida por médicos que disponían artesanalmente de cuanto las comunidades tenían a su alcance, además de organizaciones de las sociedad civil que cubrían con solidaridad, y de manera rudimentaria, todo lo que el Estado había empeñado en beneficio del capital transnacional. Vaciada de todo contenido universal la forma del Estado, y convertida en mero cascarón funcional al interés privado, las personas más desprovistas se vieron en la necesidad de organizarse y de emplear su propios recursos para combatir la enfermedad, el hambre y el frío de la calle.
Quien se sienta aliviado tras comprobar la distancia que lo separa de lo que hasta ahora se ha señalado, tendrá que familiarizarse con una historia que no lo ha dejado al margen. Los exabruptos que se cometen por parte de minorías económicas y políticas sin escrúpulos, a falta del contrapeso de las leyes que favorecen universalmente a las sociedades, se exacerban allí donde se esquilma el carácter democrático al Estado. Las regulaciones que se disputan al interior de un tipo de sociedad con formas estructuralmente injustas en su organización económica, cultural, productiva, etc. (como ocurre en la sociedad capitalista), no sólo son el producto de conquistas que abren horizontes de experienca favorables a las mayorías, también permiten sancionar la violación o desacato de dichas conquistas formalizadas en términos legales. Esto era evidente en los informes fabriles que procedían de países como Inglaterra o Francia (y que no se daban aún en Alemania), a mediados del siglo XIX. En ellos se denunciaba la explotación infantil, la muerte por inanición, o las jornadas de más de 14 horas a las que era sometida la población. Allí donde se ausentan las garantías sociales, como forma de contención contra quienes pretenden la absoluta defensa de sus intereses particulares, las condiciones suelen ser mucho peores.
En Colombia el progresivo desmantelamiento de los derechos sociales a los que se había visto formalmente obligado el Estado con la constitución del 91, permitió a los empresarios del sector salud embolsarse lo que no podían expoliar en sus centros de atención privados, o en las empresas en las que figuraban como inversores secundarios. Decía en una entrevista reciente la congresista Martha Lisbeth Alfonso, ponente de la Reforma a la salud, que si bien la constitución de 1991 se había concebido según dos componentes: uno de derechos sociales y otro de liberalización económica, en los últimos 30 años sólo se desarrolló el segundo componente. De aquí que la noticia de los 9 billones de pesos defraudados a la nación por 18 EPS (de las 26 existentes), no constituya “un rayo caído en cielo sereno”. La orientación neoliberal dada a la constitución garantizó que unos pocos amasaran grandes recursos a partir no sólo de la mercantilización de bienes y servicios públicos esenciales, sino del robo formalmente aceptado.
Ante la Reforma a la salud se ha visto a una derecha desvergonzada, que no ha dudado en apelar públicamente al concurso de la legislación para santificar su herencia: “la libertad” de especular con la salud de los colombianos. Ante la Reforma pensional se ha puesto en claro cómo los grandes artífices del sistema de pensión privado, que destina el dinero procedente del ahorro de los trabajadores hacia la capitalización de grandes conglomerados empresariales, como el Grupo AVAL o el GEA, han abanderado el “Nuestro sistema funciona”, que tanto les ha otorgado.
Si alguien contribuye con su trabajo al sostenimiento del Estado bajo la promesa de que éste velará por sus derechos, los garantizará y dispondrá de los medios necesarios a su satisfacción; cuando se encuentre sin salud, educación, pensión, o trabajo, se verá en la injusta posición de intentar acceder, sin medios, a lo que le ha sido negado. Esto lo vivieron ya quienes tanto en la Argentina de Videla, como en la Bogotá marginal de los 80, cubrieron con su trabajo y capacidades lo que injustamente era beneficiado por pocos, lo que les había sido usurpado. En tanto el desarrollo del marco legislativo en un país reviste formas más brutales o más humanas, de acuerdo al grado de desarrollo logrado por las bases sociales, en Colombia es claro que el propio y particularísimo interés de las clases dominantes se apoya en la remoción de todos los elementos legalmente fiscalizables, que permiten el desarrollo de los derechos de las mayorías desposeídas, asalariadas, desempleadas, empobrecidas… Por ello del alcance de las peleas políticas que atañen a todos hoy en día dependerá que las garantías laborales, sanitarias o pensionales no exijan al precario hipotecar sus costillas.
Todas las columnas de la autora en este enlace: Sarah Daniela Quintero Ruiz
[1] CO.AUN.AHVM.001.001.92.2.1 Laboratorio de Fuentes Históricas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín, Archivo Histórico Vamos Mujer, Centro de documentación, Eventos, “Taller salud y sexualidad” (Casa de la Mujer), 1983, folios 8 recto-verso.
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