A callar

Que suelte a los santísimos y que pare ya de escribir a ellos y sobre ellos. Y que por qué soy tan imprudente, que deje de ser bocón. Que a la ciudad no le pasa nada, que va bien. Que ni los atracadores de la calle ni los encorbatados la sumen. Que nadie la doblega, que nadie la arrodilla. Que eso es así desde siempre. Que todas éstas no son sino superficialidades intrascendentes. Que no le bote corriente a eso. Que no: que nada le pasa a la ciudad. Y que si le pasa que no tiene arreglo. Como Colombia. Que no sea tan odioso, tan venenoso. Tan acucioso. Que a mí nadie me pidió, que nadie me solicitó, que a mí nadie me incitó. Que el atraco al erario y el abandono no son suficientes. Ni la muerte, ni la inseguridad, ni la negligencia, ni la trabada burocracia. Ni este sectarismo pernicioso, dañoso. Ni la lagarta prensa corrupta. Ni los avales entre mafiosos.

Como si la palabra fuera causa y no consecuencia.

Es que no se soportan a sí mismos. Vivimos silenciados en el peor de los desastres. Silenciados por nosotros mismos. Tanto tiempo ha pasado ya que nos acostumbramos a no dejarnos morir. Que nos acostumbramos a las cadenas. Sobrevivimos, sobrellevamos. Soportamos el más adverso de los hechos. Somos resilientísimos. Y además somos los seres más joviales del planeta. Cuando al prójimo no estamos descabezando estamos con el prójimo celebrando. Brindando. A todo le echamos tierrita, hasta a la mierda. Y seguimos. Como si nada. Celebramos. Si meten gol bien y si no también. Y si al cristiano cristo ha querido disparar, alguna cuenta tendría el cristiano pendiente. Alguna culebra habría de matar. Se le olvidó.

Todo está bien. Y lo que no, lo ignoramos, lo tapamos. Lo callamos. Y luego celebramos.

Aguardiente al descorazonado y juntos dos tiros en la cabeza al bocón. Y al río el muerto. Celebremos. Hablemos pues de este gobierno sinvergüenza.

Pero si no he dicho de qué. Ah, este maldito vicio mío de estarme yendo siempre por las ramas. Pero cómo no, si este caos no lo deja a uno pensar; no tiene tiempo uno de jerarquizar. Ocasión de discernir. De decidir.

Y se desbarajusta entonces en lo que canta un gallo el país que porque un senador de la república le dijo ‘maricón’ al otro, y el otro ‘Uribista’ al uno. Y que decirle al otro ‘maricón’ es gravísimo, dizque por la connotación. Mejor dicho, como si no hubieran oído hablar al exembajador. Al hablador. Sí, ése, el exembajador. El que era Uribista. Y Vargas Llerista. Y Santista. Y Petrista. El dinámico. Ese señor que es elegantísimo. Excelso en el uso del lenguaje, en sus formas. Un hombre cultísimo. Ávido lector. Estudioso de nuestra historia… ¡Pícaro!

En fin: se hacen ante el insulto, como si no hubieran percibido ya la lengua de este procaz suicida, los asombrados nuestros comunicadores. Y mientras tanto estos bribones acabando con todo. Y los unos se inventan y los otros también. Y la plata de la campaña no se supo de dónde salió, ni se supo cuánta fue aquella otra que mató al coronel que en segundos pensó, y decidió, ya cansado de este incesante caos que es la vida. Es que no alcanza uno. Todo es importante. No es fácil jerarquizar.

¿Que sobre qué? Que sobre la resiliencia del colombiano. Esa que ya ilustré. De esa resiliencia que no es meritoria sino más bien producto del incesante atropello y de la costumbre, que nos tienen viviendo en esta oscura caverna, fría, que no ha absorbido jamás el más tenue rayo de luz pero se hierve al tiempo impotente ante el inclemente sol del trópico que al humano la vida permite mientras mata niños y que sale y sale cada día, a la misma hora y por el mismo lado, quiera uno o no quiera. Porque la estrella no para. Sigue como sigue la vida, vacía o llena, con Dios o sin Dios, sin amor o con amor, amando o sin amar. Amando sin ser visto, invisible, invidente, al imaginario, al recuerdo. A lo que ya no existe. A lo que existe en otro mundo. En el ajeno. En el que no puede verse ni tocarse. A lo que vive en el recuerdo. Intacto. Sigue…

Habrá que preguntarle, si no, a los niños Mucutuy, que sobrevivieron más de cuarenta días a la espesa selva amazónica, entre el Guaviare y el Caquetá. Trece, nueve, cuatro, y uno. Cuatro niños indefensos ante uno de los entornos más hostiles del planeta. Cuatro niños sin su madre.

Pero qué madre van los niños a necesitar. En este país esos retoñitos ya son unos viejos. A punta de balazos los han venido criando los fusiles entre esta guerra estúpida que no nos libera. Cuando no los matan los violan y cuando no los desplazan los secuestran. O los ‘retienen’, mejor dicho. Que no, que ellos no hablan de secuestro sino de ‘retención’, y que no es extorsión sino ‘impuesto’. Que usen la cabeza, dice.

Y si no, puede uno preguntarle a los niños de la comunidad Yotojoroschi. ¿Sabe dónde queda? Qué va a saber, no sabe ni que existen. Para llegar hay que volar, manejar y caminar. Es una solitaria comunidad guajira, de mil.

Congelados en el tiempo bajo esa tórrida estrella gigante, suspendidos, viven los habitantes de esta comunidad como animales entre las artesanías y las cabras. Y la mierda que se toman. No tienen agua potable. Beben todos, niños, jóvenes, adultos y ancianos, de un charco sucio de agua amarilla, con los animales, como los animales. Agua con mierda. Agua-mierda. Llevan años abandonados a su suerte, silenciados, muriéndose en la más absoluta soledad. Gabriel José González González. ¿Lo conoce? No puede, se murió de sed. Mientras los santos se insultan los niños se mueren. Gabriel José tenía diecisiete meses. Se durmió un quince de febrero, en un hospital, para no volver nunca más a despertar. Y nadie supo, y a nadie le importó. Y a sus padres nadie vio. Ni ellos a nadie. Cargaron el diminuto cuerpo inerte encerrado para siempre su primo y su hermano por sobre las piedras y la arena abrasadora hasta el lugar en donde sería consumido por la tierra este diminuto difunto. Abandonado. Que se murió de sed ante nosotros. Los indiferentes. Aquí estamos los que mueren y los que vemos.

Y si no quiere ni volar, ni manejar, ni caminar, porque está celebrando y no se ha cansado de doblar el codo, asome la cabeza. Olvide todo lo que pueda por un segundo, y perciba usted, desnudo, lo que hay allá afuera. La realidad que lo envuelve. Sienta, colombiano, usted, desde el otro plano. Desde arriba. A través de los ojos de Dios. Absorba el caos.

El viejo está cansado. El indigente abandonado. Y usted saqueado. Todos maltratados. La señora que viene, necesitada y hambrienta, cambió diez votos por comida. Sació así la despreocupada su necesidad inmediata y solucionó entonces sus problemas. El hombre que va sí está jodido. Feliz pero jodido. Paga el maldecido aún la cuota de valorización. Doce obras prometidas. Dos veces. Promesas y no hay más nada. La plata se esfumó y la responsable está en campaña. Pero usted está tranquilo. Todos sonríen.

Nos malearon, nos amoldaron. Nos acostumbraron. Nos callaron. Nos encerraron. La realidad de la caverna, ésta, es la única que conocemos y quien venga de afuera es un loco. Desconectado. Desadaptado. Encadenados, inmóviles, apreciamos esta realidad, nuestra realidad. Una realidad impura que no nos sorprende. Una que hemos asumido. La que hemos romantizado. Esa sombra que ya queremos. Una terrible sombra sepulcral que se desarrolla en nuestras narices.


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Santiago Montoya Gómez

Actualmente curso Negocios en la Universidad Central de Florida y estudio para ser piloto. Vivo hace unos años en el exterior, desde que me gradué del colegio. Soy quindiano, de Armenia. Me fui del país en la búsqueda del conocimiento de pensares nuevos y diferentes, y con el motivo de asumir una posición alejada, una perspectiva exterior que me permitiera visualizar la vida del país desde otro escenario. He aprendido mucho de la vida y he crecido significativamente durante estos últimos años. Quiero aportar a Colombia. Todos los días trabajo en eso.

1 Comment

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  • Santiago lo felicito expectacular escrito, si los colombianos los que podemos, los que no pueden y los callados fueramos recilicientes y empaticos estariamos en el pais de las maravillas, colombia no debe envidiarle nada a ningun pais, pero somos arrogantes y mezquinos donde la sociedad fue enseñada a odiar.