![]()
Hablar de rituales en la universidad puede parecer, a primera vista, un gesto anacrónico, casi fuera de lugar. En un contexto marcado por la innovación permanente, la adaptabilidad y la velocidad, el término ritual suele asociarse a lo rígido, a lo repetitivo, a prácticas supuestamente superadas en nombre de la eficiencia. No obstante, como plantea Byung-Chul Han en La desaparición de los rituales: Una topología del presente (2021), los rituales no son simples residuos del pasado ni formalidades vacías, sino estructuras simbólicas que ordenan el tiempo, estabilizan la experiencia y hacen posible la vida en común. Cuando estos se erosionan, no se abre necesariamente un horizonte de mayor libertad, sino que se instala un presente continuo, fragmentado y agotador.
La vida académica universitaria constituye un escenario privilegiado para observar esta erosión. Lejos de mantenerse al margen de las lógicas de aceleración y rendimiento, la universidad se ha convertido en uno de sus espacios más expresivos. Prácticas que durante largo tiempo dieron forma a la experiencia universitaria —la lectura detenida, la escritura paciente, la conversación sin urgencias, el aula como lugar de encuentro— han ido perdiendo su densidad simbólica y su carácter ritual, hasta convertirse en procedimientos funcionales orientados principalmente al cumplimiento de tareas y resultados.
Byung-Chul Han subraya que los rituales no tienen como finalidad producir algo nuevo, sino conservar, dar forma y otorgar continuidad a lo que ya existe, evitando que el tiempo se disuelva en una sucesión indiferenciada de instantes. En el ámbito académico, estos rituales cumplían precisamente esa función, porque marcaban comienzos y cierres, establecían umbrales y diferenciaban los tiempos de trabajo, reflexión y descanso. El inicio de una clase, la lectura compartida de un texto, la escritura pausada de un ensayo o la discusión que se extendía más allá del horario previsto no eran actos meramente instrumentales, sino formas específicas de habitar la vida académica.
En contraste, la experiencia universitaria contemporánea se encuentra atravesada por una lógica de continuidad sin interrupciones significativas. Los semestres se suceden sin transiciones claras, los cursos se superponen y las actividades académicas se multiplican sin dejar espacio para la asimilación. Las pausas se diluyen y los cierres pierden sentido. Cada proceso es rápidamente reemplazado por el siguiente. En este marco, el ritual deja de cumplir su función de contención simbólica y el tiempo académico se vuelve homogéneo, acelerado y, en muchos casos, extenuante.
Esta transformación se manifiesta con claridad en la configuración del aula. Durante mucho tiempo, el aula operó como un espacio ritualizado, un lugar donde el tiempo cotidiano se suspendía momentáneamente para dar lugar a la escucha, a la explicación y al intercambio. Ingresar al aula implicaba un cambio de disposición, una atención orientada hacia el pensamiento compartido. En la universidad actual, ese espacio se diluye entre pantallas, plataformas, notificaciones y tareas simultáneas. El aula deja de delimitar un tiempo distinto y pasa a reproducir, en otro escenario, la misma lógica de productividad que atraviesa el resto de la vida académica.
Un desplazamiento similar puede observarse en la lectura académica. Leer fue, durante mucho tiempo, un ritual central de la formación universitaria. No se trataba únicamente de acceder a contenidos, sino de sostener una relación prolongada con el texto: subrayar, volver atrás, dejar reposar una idea, confrontar interpretaciones. Desde la perspectiva de Han, la lectura ritualizada permitía que el sentido se sedimentara. En la academia contemporánea, por el contrario, la lectura tiende a fragmentarse y acelerarse. El texto se convierte en un archivo descargable, en un insumo que debe ser procesado rápidamente, citado y sustituido. Se incrementa la cantidad de lecturas, pero disminuye la posibilidad de habitarlas.
La escritura académica tampoco permanece ajena a esta lógica. Entendida como práctica ritual, escribir implicaba demora, corrección, ensayo y error. Era un proceso formativo en sí mismo, una forma de elaborar el pensamiento. En la actualidad, la escritura se orienta cada vez más al cumplimiento de formatos, plazos e indicadores. Se escribe para entregar, para publicar, para evaluar. El gesto mismo de escribir pierde su espesor simbólico y queda subordinado a la visibilidad y al rendimiento.
Como resultado, el pensamiento va quedando paulatinamente despojado de los rituales que lo sostenían en la vida universitaria. Al desaparecer los gestos que daban lugar a la espera, la atención y la elaboración —como el silencio compartido, la lectura cuidadosa o la escritura que se revisa—, pensar encuentra cada vez menos espacio. La lógica dominante favorece lo inmediato y lo fácilmente verificable, mientras que los procesos lentos, inciertos y no del todo previsibles suscitan desconfianza. Aquello que no se traduce rápidamente en resultados visibles pierde legitimidad y termina relegado a los márgenes de una academia cada vez menos dispuesta a acoger la demora.
Han advierte que, allí donde los rituales desaparecen, el ser humano queda expuesto a la tiranía del presente inmediato. Algo análogo ocurre en la universidad. Sin rituales que estructuren la experiencia académica, el saber se vuelve efímero, intercambiable, fácilmente olvidable. Falta tiempo para cerrar procesos, para volver sobre lo aprendido, para recordar. La formación se fragmenta en una sucesión de tareas y productos que rara vez logran articularse en una experiencia significativa.
Las consecuencias de este proceso no se reducen al cansancio o la saturación, sino que alcanzan el sentido mismo de la vida académica. Cuando los rituales se erosionan, el conocimiento deja de vivirse como experiencia compartida y se transforma en un recurso gestionable. Profesores y estudiantes ya no se reconocen necesariamente como miembros de una comunidad de sentido, sino como individuos que cumplen funciones dentro de un sistema altamente demandante. La universidad empieza a parecerse a aquello que Han describe como un enjambre, caracterizado por una intensa actividad y una comunicación constante, pero atravesado por vínculos frágiles y un débil sentido de pertenencia.
Reconocer esta pérdida no implica idealizar el pasado ni proponer un retorno acrítico a formas anteriores. Se trata, más bien, de interrogar qué rituales pueden recuperarse o reinventarse en la universidad contemporánea. Revalorizar la lectura lenta, la escritura reflexiva, la conversación sin prisa o el silencio como condición del pensamiento no constituye un gesto nostálgico, sino una forma de resistencia frente a la aceleración permanente.
En un tiempo que exige producir sin descanso, detenerse adquiere un carácter crítico, porque introduce una fisura en la lógica de la inmediatez que domina la vida académica. Detenerse no significa renunciar al trabajo intelectual, sino devolverle su espesor, permitir que el pensamiento encuentre condiciones para desplegarse sin la presión constante de la utilidad inmediata.
Cuidar los rituales del pensamiento como la lectura atenta, la escritura que se revisa, la conversación que no busca cerrar de inmediato supone reconocer que la formación universitaria no puede reducirse a la acumulación de productos verificables. En esos gestos, aparentemente modestos, pero simbólicamente decisivos, se juega la posibilidad de que la universidad vuelva a ser un lugar donde el saber no solo circula, sino donde se transforma, se elabora en común y adquiere sentido para quienes lo habitan.
Referencia bibliográfica
Han, B.-C. (2021). La desaparición de los rituales: Una topología del presente (A. Ciria, Trad.). Herder Editorial.












Comentar