“Cuando escribo, lo hago urgido por una necesidad íntima, pero yo no pienso en un público selecto, ni en un público de multitudes; pienso en expresar lo que yo quiero decir”. Jorge Luis Borjes.
Escribir no cómo un gesto hacia afuera; escribir ante todo para sostenerse la mirada frente al papel. No se escribe para que el otro lea, sino para reconocerse en la propia palabra.
Escribo para verme reflejado, para que cada vez que mis ojos recorran esas líneas, mi fuego se sienta vivo y recuerde eso que me movió a escribir.
Existe una presión silenciosa, una necesidad casi servil de escribir para hacer encajar al otro, buscando una identificación forzada; eso es lo accesorio. La verdadera conexión con la palabra no se busca, se pulsa; se tiene o no se tiene.
Transcendental en Borges cuándo nos dijo:
“Cuando escribo, yo lo hago urgido por una necesidad íntima, pero yo no pienso en un público selecto, ni en un público de multitudes, pienso en expresar lo que yo quiero decir”.
Entonces, ¿De qué sirve darle al otro un arsenal de palabras ajenas?
Me niego a esa farsa, a esa hipocresía.
No he venido a llenar al otro de engaños, ni a decorar textos con voces falsas. Me declaro en la incapacidad de escribir así; no sé escribir lo que no me habita.
Por eso, lo que pongo ante los ojos es un cuerpo. Comparto este encuentro, este pensamiento que me encarna y me recorre. Quizás estas palabras sean para ti, quizás no; quizá sean para miles; no lo sé, y en el fondo, no importa. El número debería de ser irrelevante frente al peso de la transparencia.
La mirada siempre irá en lo real, en esas letras que son mi verdad puesta en carne viva. Lo que el otro merece no es una palabra enmascarada, sino una palabra bella, llena de honestidad: esa palabra que no fue inventada, fue vivida.
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