“Decir “Navidad” sin revisar el orden del mundo es una forma elegante de neutralizar su mensaje… “
Cada año, en nombre de la Navidad, el mundo se concede una tregua simbólica. Se habla de paz, de amor, de esperanza. Se repiten palabras antiguas como si su sola enunciación pudiera reparar lo que el resto del año se tolera sin pudor. Pero si Jesús pudiera mirar este tiempo – si pudiera mirarnos sin intermediarios – tal vez lo primero que advertiría no sería la celebración, sino la contradicción.
Porque nunca fue ajeno a ella.
Jesús nació en un mundo profundamente injusto. No en uno que ignoraba la desigualdad, sino en uno que la administraba. Un mundo donde el poder tenía nombre, el sometimiento tenía reglas y la pobreza era una condena hereditaria. No vino a ese escenario para suavizarlo, sino para desenmascararlo.
Desde esa misma mirada, el presente no resulta tan distinto.
Hoy se celebra la Navidad en un planeta atravesado por guerras naturalizadas, migraciones forzadas, infancias expulsadas del cuidado y sistemas económicos que convierten la dignidad en un privilegio. Se la celebra mientras se acumulan riquezas obscenas junto a pobrezas estructurales, mientras se pronuncian discursos de derechos que no siempre llegan a los cuerpos concretos.
Si Jesús mirara el mundo actual, no se detendría en los adornos.
Miraría – como siempre – a quienes quedaron fuera del encuadre. A quienes no entran en la fiesta. A quienes no son parte del relato optimista de fin de año.
Miraría a los niños que siguen creciendo sin protección real, convertidos en estadísticas o en consignas ocasionales. Miraría a las mujeres que sostienen la vida en contextos de violencia y desigualdad, muchas veces en silencio, muchas veces solas. Miraría a los pueblos sometidos a lógicas de descarte que se justifican con palabras técnicas, neutras, supuestamente inevitables.
Jesús nunca fue neutral.
El Evangelio no es un texto conciliador: es una toma de posición.
Por eso incomoda tanto celebrarlo sin escucharlo. Porque decir “Navidad” sin revisar el orden del mundo es una forma elegante de neutralizar su mensaje. Es convertir un nacimiento subversivo en una tradición inofensiva.
Jesús no nació para confirmar valores abstractos, sino para encarnarlos. No habló de amor como sentimiento, sino como responsabilidad. No habló de paz como eslogan, sino como justicia. No habló de fe desligada de la vida, sino de una fe que se mide en el modo en que se trata al más frágil.
Desde esa óptica, la pregunta navideña no es si creemos o no. La pregunta es qué mundo estamos sosteniendo con nuestras decisiones, nuestras omisiones y nuestras prioridades.
Porque se puede celebrar la Navidad y, al mismo tiempo, aceptar sistemas que expulsan. Se puede brindar por la vida mientras se toleran condiciones que la degradan. Se puede invocar a Jesús mientras se legitiman discursos y prácticas que él habría denunciado sin rodeos.
Navidad no es una postal.
Es una memoria peligrosa.
Es recordar que el Señor eligió nacer en la intemperie, sin garantías, sin privilegios, sin seguridades. Y que ese gesto sigue siendo una pregunta abierta: ¿dónde ponemos hoy el centro?, ¿a quiénes dejamos afuera?, ¿qué vidas consideramos dignas de ser protegidas?
Tal vez por eso se lo nombra tanto y se lo escucha tan poco. Porque escucharlo obliga a incomodarse. A revisar convicciones. A desarmar justificaciones.
Si Jesús volviera a nacer hoy, no sería funcional a ningún poder. No bendeciría ninguna desigualdad estructural. No se sentiría cómodo en discursos grandilocuentes ni en celebraciones que olvidan a los últimos.
Estaría – otra vez – del lado de quienes no tienen lugar.
Y desde allí seguiría mirando.
La Navidad, entonces, no es una pausa emocional. Es una interpelación ética. No es una tradición que se hereda sin preguntas. Es una invitación a decidir, una vez más, de qué lado estamos.
Porque el verdadero escándalo de la Navidad no es que Dios se haya hecho hombre.
Es que, dos mil años después, todavía nos cueste tanto parecernos a Él.












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