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En Colombia se ha instalado una explicación cómoda y simplista: culpar a Gustavo Petro de todos los males institucionales del país. Sin embargo, esa lectura es incompleta y, peor aún, peligrosa. El verdadero drama nacional no es Petro como individuo, sino la ausencia total de frenos institucionales que deberían limitar cualquier poder presidencial, sin importar quién ocupe la Casa de Nariño.
Petro no está desmontando al Estado por genialidad táctica ni por una supuesta superioridad estratégica. Lo hace porque nadie dentro del propio Estado parece dispuesto a detenerlo. Y eso es infinitamente más grave. No heredó un Estado fallido; está produciendo uno. Pero no lo hace solo.
La degradación institucional ocurre con la ayuda —voluntaria o silenciosa— de quienes juraron defender la Constitución: magistrados que se paralizan, organismos de control que desaparecen, fiscales que balbucean excusas, congresistas que negocian su dignidad y altos funcionarios que prefieren sobrevivir políticamente antes que defender la República. No estamos ante errores aislados; estamos ante una renuncia colectiva al deber.
Mientras el Ejecutivo actúa con determinación, las instituciones responden con contemplación. Es la ecuación perfecta para el desastre. Petro avanza como si su misión fuera desmontar, no construir; y las instituciones reaccionan como si su función fuera observar, no intervenir.
Los ejemplos son demasiado evidentes para seguir negándolos:
una senadora interviniendo operaciones militares sin consecuencias;
el ELN anunciando un paro armado nacional sin una respuesta presidencial clara; amenazas del régimen de Maduro respondidas con complacencia diplomática; decisiones judiciales que debilitan la seguridad ciudadana en plena crisis; y una Fiscalía que evita cuidadosamente tocar el círculo presidencial.
A esto se suma un hecho de extrema gravedad democrática: el Consejo Nacional Electoral determinó que la campaña Petro–Márquez violó los topes legales. En cualquier democracia funcional, ese hallazgo activaría de inmediato investigaciones penales, acusaciones fiscales, nulidades electorales y procesos de destitución. En Colombia ocurrió algo distinto: silencio absoluto, como si la Constitución fuera un documento opcional.
Cada silencio institucional es un ladrillo menos en la estructura del Estado. Y Petro lo sabe. Por eso avanza. Gobierna sin frenos porque los frenos se volvieron decorativos. Produce crisis porque nadie produce límites. No hay choque de poderes; hay abandono del poder institucional.
Colombia no vive una ofensiva violenta del Ejecutivo contra el Estado. Vive algo más alarmante: la renuncia voluntaria de las instituciones a ser instituciones. No estamos frente a un tirano imparable, sino frente a un Estado que se dejó intimidar, seducir o adormecer. No hay un líder todopoderoso; hay un aparato institucional que decidió no ejercer su autoridad.
Colombia no está siendo destruida por un solo hombre. Está siendo destruida por la ausencia de hombres y mujeres con el coraje de defenderla. No es Petro quien desarma al Estado; es el Estado el que se deja desarmar. Y mientras el deber siga siendo reemplazado por el silencio, la República seguirá cayendo… no por acción del poder, sino por omisión de la responsabilidad.












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