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La evolución de los seres humanos ha sido un proceso caótico y errático, con muchos más yerros que aciertos. Guiadas por las sensaciones, sus búsquedas han estado más enfocadas en generar procesos complejos que en solucionar problemas profundamente humanos; retos que podrían ser aliviados con tan solo una porción de los recursos y los esfuerzos que los hombres utilizan para competir con la naturaleza.
Resulta paradójico cómo la humanidad dedica hoy una energía inagotable al avance de la ciencia, mientras margina el cultivo de la conciencia. Somos capaces de diseñar arquitecturas imposibles y tecnologías que rozan lo inimaginado, demostrando una inteligencia técnica casi divina; sin embargo, esa misma mente convive con la estupidez de actos carentes de sentido, que contradicen cualquier rastro de sabiduría. En este afán de saberlo todo sobre el exterior, hemos olvidado que de nada sirve conquistar el átomo o el espacio si el comportamiento humano sigue anclado a impulsos que erosionan nuestra propia existencia.
En días pasados hemos tenido infinidad de acciones que podrían demostrar lo antes dicho, no obstante, uno de los episodios de esta incongruencia alcanzó un punto crítico recientemente en Medellín, durante la final de una copa secundaria entre en el Independiente Medellín y el Atlético Nacional. En un despliegue que pretendía ser festivo, el estadio Atanasio Girardot se convirtió en el escenario de una paradoja peligrosa: el uso desmedido de pólvora y la descarga masiva de extintores modificados para teñir el aire de colores. Durante más de quince minutos, cerca de 40.000 personas quedaron subsumidas en una densa niebla química, transformando la pasión deportiva en un experimento de toxicidad colectiva. Lo que para muchos fue un espectáculo visual, representó en realidad una agresión deliberada a la salud pública, donde la inteligencia utilizada para organizar tal logística contrastó brutalmente con la ceguera emocional de ignorar el daño causado a miles de pulmones presentes.
El aire enrarecido en estos eventos no es solo humo inofensivo; es un cóctel de agentes químicos altamente nocivos. Los extintores de polvo químico seco suelen contener monofosfato de amonio y bicarbonato de potasio, sustancias que, al ser inhaladas en altas concentraciones, actúan como irritantes severos de las vías respiratorias. A esto se suma la pirotecnia, que libera partículas finas conocidas como PM2.5 y metales pesados como estroncio, bario y plomo, los cuales pasan directamente al torrente sanguíneo a través de los pulmones. Estadísticamente, la exposición a estas micropartículas incrementa de forma inmediata el riesgo de crisis asmáticas, bronquitis aguda e incluso eventos cardiovasculares. Resulta alarmante que, mientras la ciencia médica advierte que estos compuestos pueden generar daños irreversibles en el sistema nervioso y respiratorio, la “con-ciencia” colectiva los siga aceptando como accesorios de una celebración, ignorando que cada minuto respirando esa niebla reduce drásticamente nuestra calidad de vida.
Esto demuestra que el hombre, aun cuando está ungido por la ciencia y posee las mayores capacidades que haya visto la humanidad, todavía tiene dificultades para razonar sobre sus propias búsquedas. Cegado por los avances que logra con su tecnología, suele olvidar que aquel ser humano frágil, lento y mortal, sigue siendo una criatura profundamente deseable. ¿O será que ya no?











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