Diplomacia enlodada y cómplice

Lo sucedido en Nicaragua con Carlos Ramón González no debe ser considerado como un incidente menor ni como una simple anécdota desafortunada en el ámbito diplomático. Por el contrario, se trata de un síntoma grave de una enfermedad política que el Gobierno del cambio prometió erradicar y que hoy parece tolerar, justificar o simplemente mirar hacia otro lado. Ciertamente, resulta inaceptable que un individuo buscado por la justicia colombiana sea visto en compañía de diplomáticos oficiales del Estado en un ambiente festivo, exhibiendo una actitud despreocupada y comportándose con normalidad. Esta situación no solo constituye una falta de respeto hacia el sentido común, sino que también atenta contra los principios de la institucionalidad, la ética pública y la coherencia política.


La presencia del encargado de negocios de Colombia en Nicaragua, el señor Óscar Muñoz, y de otros funcionarios diplomáticos en dicho encuentro, no puede explicarse como un descuido protocolario ni como un hecho social inocente. En el ámbito de la diplomacia, la presencia física de un individuo ejerce una influencia notable, y los gestos y omisiones también transmiten mensajes implícitos. En este caso, el mensaje es contundente: el Estado colombiano, o al menos una parte de su representación exterior, parece dispuesto a cohonestar con aquellos individuos que eluden la justicia, siempre y cuando estos se ajusten al discurso ideológico dominante.

Carlos Ramón González no es un ciudadano ordinario. El individuo en cuestión ha sido señalado por la justicia y es reconocido por su trayectoria como actor, con responsabilidades políticas evidentes y una situación jurídica establecida. Su condición de prófugo no es un rumor ni una interpretación interesada, sino un hecho. La ausencia de reservas públicas, explicaciones inmediatas y una reacción contundente por parte del Gobierno ante la evidencia de que funcionarios del Estado colombiano han compartido públicamente con él constituye una falta de respeto hacia el sistema judicial y los ciudadanos que aún confían en la aplicación imparcial de la ley.

Este incidente no debe ser considerado únicamente como una situación desafortunada o una celebración mal gestionada. Este fenómeno se puede definir como la normalización de lo inaceptable. Con respecto a la problemática idea de que la cercanía ideológica puede llegar a convertirse en salvoconducto moral, es preciso abordar este asunto con seriedad y profesionalismo. Es evidente que en el ámbito político coexisten dos tipos de políticos: aquellos que actúan con integridad y aquellos que no. La gravedad de sus acciones puede variar en función de su posición y del contexto político. Esta es una traición al discurso original del cambio propuesto por la izquierda colombiana.

El progresismo gubernamental ha convertido la lucha contra la corrupción en un tema central en su discurso político. No obstante, sucesos como este ponen de manifiesto una discrepancia cada vez más significativa entre la narrativa y la práctica. Cuando la corrupción o la ilegalidad provienen de la competencia política, la indignación es inmediata, notoria y moralizante. Sin embargo, cuando los involucrados comparten un mismo espectro ideológico, la reacción suele atenuarse, relativizarse o, en ocasiones, ocultarse tras una prudencia diplomática.

Es importante subrayar que la diplomacia no puede ser utilizada como justificación para la falta de respeto. Representar al Estado colombiano conlleva una responsabilidad superior: encarnar, incluso fuera del territorio nacional, los principios básicos de legalidad, decoro y respeto institucional. Un encargado de negocios no es un actor privado ni un invitado ocasional; es la voz y el rostro del país. Por lo tanto, su presencia en dicho escenario no puede ser considerada neutral, y su silencio posterior resulta aún más elocuente.

Ciertamente, resulta preocupante la ausencia de una respuesta clara, inmediata y contundente por parte del Gobierno. Es indispensable superar las comunicaciones tibias y los silencios estratégicos. La ciudadanía merece saber si esta conducta será investigada y si habrá consecuencias, o si, por el contrario, se pasará la página como tantas otras veces, confiando en la limitada memoria pública. La ausencia de sanciones constituiría una demostración de una doble moral que minaría la confianza democrática.

Este episodio también revela una preocupante cercanía con regímenes y actores no alineados con nuestros valores, para utilizar un eufemismo generoso. Nicaragua no se destaca precisamente por su transparencia institucional ni por su respeto al Estado de derecho. El hecho de que en dicho país se lleven a cabo tales encuentros, con el beneplácito de los representantes colombianos, debería generar una profunda preocupación. Ha de considerarse no solo lo que implica en términos legales, sino también el mensaje geopolítico que se transmite: una Colombia cada vez más cómoda en la ambigüedad ética, dispuesta a sacrificar principios en nombre de afinidades políticas.

El problema fundamental radica en que la corrupción deja de ser un problema moral para convertirse en un factor político. Esta práctica se puede aceptar o rechazar, según lo que resulte más conveniente. En tales circunstancias, el impacto resultante tiende a ser significativo y perdurable. Es evidente que el deterioro de las instituciones no es un fenómeno aislado. Se observa una erosión progresiva de la credibilidad del Estado, lo que a su vez fomenta el cinismo entre la ciudadanía. Ante este panorama, surge el interrogante respecto a la autoridad moral con la que el gobierno progresista puede exigir sacrificios, reformas o confianza, cuando sus propios representantes parecen exentos de los estándares que predican.

Es fundamental evitar cualquier tipo de indignación selectiva. Si el Gobierno del cambio desea conservar su credibilidad ética, debe actuar con la misma rigurosidad que exige a otros actores. Investigar, sancionar y establecer una clara diferenciación no es una opción política, sino una obligación institucional. Cualquier otra consideración podría ser interpretada como complicidad pasiva.

Lo sucedido en Nicaragua no debe interpretarse como un hecho aislado, sino como un indicador de tendencias preocupantes. Este fenómeno refleja un poder que comienza a confundirse, sintiéndose moralmente superior y, por lo tanto, creyendo que puede permitirse ciertas licencias que anteriormente denunciaba con vehemencia. Sin embargo, la historia política colombiana ha demostrado que este camino conduce al descrédito, al desgaste y a la pérdida de autoridad.

El cuestionamiento final es sencillo y contundente: ¿el cambio prometido tenía como objetivo erradicar las prácticas obsoletas o simplemente modificar quiénes se benefician de ellas? Mientras no se disponga de respuestas claras y acciones firmes, el evento en Nicaragua no será un incidente diplomático más, sino el símbolo de una diplomacia enredada y de un gobierno que se asemeja excesivamente a aquello que juró combatir.

Andrés Barrios Rubio

PhD. en Contenidos de Comunicación en la Era Digital, Comunicador Social – Periodista. 23 años de experiencia laboral en el área del periodística, 20 en la investigación y docencia universitaria, y 10 en la dirección de proyectos académicos y profesionales. Experiencia en la gestión de proyectos, los medios de comunicación masiva, las TIC, el análisis de audiencias, la administración de actividades de docencia, investigación y proyección social, publicación de artículos académicos, blogs y podcasts.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.