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El derecho no nació para ser cómodo. Nació para ser justo. Y entre una cosa y la otra hay una distancia que muchos prefieren no recorrer. Porque la comodidad suele ser individual, mientras que la justicia, cuando es auténtica, casi siempre es colectiva.
Decir que el derecho es altruista puede incomodar. Sobre todo en tiempos donde se le usa como escudo para intereses particulares, como arma para ganar pleitos, o como lenguaje elegante para justificar privilegios. Pero el derecho, en su esencia más pura, no fue concebido para proteger al más fuerte, sino para ponerle límites. No para acumular poder, sino para distribuirlo con equilibrio. No para servir al ego, sino a la dignidad humana.
El derecho es altruista cuando tiene coherencia. Coherencia entre lo que proclama y lo que permite. Entre lo que escribe y lo que ejecuta. Entre el discurso y la práctica. Sin coherencia, el derecho se vuelve un ritual vacío, una formalidad sin alma, una norma que existe solo para cumplir el expediente, no para transformar realidades.
La coherencia es lo que separa al derecho vivo del derecho muerto. Al derecho que protege del derecho que abandona. Al derecho que escucha del que simplemente archiva. Porque no basta con que una norma exista; tiene que servir. Y servir no a unos pocos, sino al interés general, incluso y sobre todo cuando eso implica incomodar estructuras, cuestionar decisiones o corregir inercias institucionales.
El derecho es altruista cuando entiende que exigir no es un acto de arrogancia, sino de conciencia. Cuando reconoce que quien reclama no lo hace por capricho, sino porque conoce sus derechos. Y cuando asume que la normalización de la vulneración no es paz social, sino resignación colectiva.
En el ejercicio cotidiano del derecho se revela su verdadera vocación. En el funcionario que decide no mirar hacia otro lado. En el abogado que no reduce su oficio a ganar, sino a hacer lo correcto. En la institución que entiende que su poder no es un privilegio, sino una responsabilidad. Allí, en esos gestos silenciosos, el derecho se vuelve genuinamente altruista.
Pero el derecho deja de serlo cuando se vuelve selectivo. Cuando es severo con el débil y flexible con el poderoso. Cuando se interpreta con lupa para unos y con generosidad para otros. Cuando se invoca la ley para negar derechos y no para garantizarlos. En esos casos, el derecho ya no es altruista: es utilitario, es instrumental, es incoherente.
La coherencia exige valentía. Exige sostener principios incluso cuando no son populares. Exige aplicar la norma incluso cuando incomoda al poder. Exige recordar que el derecho no se legitima por su autoridad, sino por su justicia.
El derecho es altruista cuando entiende que su finalidad última no es el orden por el orden, sino la convivencia digna. Cuando no se limita a administrar conflictos, sino que busca prevenirlos. Cuando no se conforma con legalidades formales, sino que persigue justicias materiales.
Por eso, el derecho no puede ser indiferente frente a la desigualdad. La imparcialidad no equivale a pasividad, ni la objetividad justifica la inacción ante realidades injustas. En contextos de profunda asimetría, aplicar la norma sin conciencia de sus efectos puede convertirse en una forma silenciosa de perpetuación del desequilibrio. El altruismo jurídico no implica tomar partido por intereses, sino afirmar con firmeza los principios que le dan sentido: la dignidad humana, la equidad, el interés general y la protección efectiva de quienes, históricamente, han tenido menos posibilidades reales de ejercer sus derechos.
El derecho, cuando es coherente, no se ejerce desde la soberbia, sino desde la responsabilidad. No desde la distancia, sino desde la empatía. No desde el cálculo, sino desde la convicción de que una sociedad más justa no se construye con normas bonitas, sino con decisiones valientes.
En definitiva, el derecho es altruista no porque sea perfecto, sino porque está llamado a servir. Y solo sirve cuando es coherente. Cuando no traiciona su razón de ser. Cuando recuerda que su mayor triunfo no es ganar un proceso, sino proteger a la persona. Cuando entiende que, sin coherencia, el derecho deja de ser derecho y se convierte apenas en un lenguaje sofisticado para justificar la injusticia.
Ahí está el desafío. Y también la responsabilidad. Porque el derecho, bien entendido, no es un privilegio: es un acto permanente de compromiso con los demás.













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