Y sí, casi muero: una antimetáfora kafkiana

Hace pocos meses me cayó una terrible enfermedad que casi me mata. Terrible porque su nombre evoca infiernos de otras tierras; terrible porque su tasa de mortalidad es baja y aun así me sentí embriagado de tramadol cayendo por un precipicio; terrible porque me llevó a un estado febril en el cual me percaté de la dolorosa traición de los libros que alzaron vuelo transformados en cuervos multicolor. Por pocos días me convertí en Gregorio Samsa, es decir, la mañana del 29 de agosto tras un sueño intranquilo me desperté convertido en una espantosa alimaña.

La enfermedad fue aún más terrible porque surgió de la incomprensión y por varios días se encubrió en un clínico anonimato. Era un espacio vasto y hueco que delimitaba la frontera que separa una vida que se extinguía en la madrugada y su contemplación desde el balcón o la ventana. Primero en la casa y luego en el dantesco corredor de un hospital. La clave está en la ventana. Tras cinco días sin dormir y traicionado por los libros amados solo tuve una certeza, la única certeza posible, la que antecede a la totalidad que nos es común a todos: la certeza de disponer del propio aniquilamiento.

Malestar, frío, inflamación, lágrimas, fiebre, tristeza, alucinación y pum: ¡Aparece una versión tropical de Gregorio Samsa! Me convertí en Samsa, o, tal vez, siendo más ajustados a las inagotables posibilidades de lo kafkiano, fui una protoversión del locuaz Pedro el Rojo –el mono que en Informe para una academia Kafka convierte en humano–, porque cuando la terrible enfermedad fue nombrada, saliendo de su apacible anonimato luego de dos pruebas moleculares, se remitió al mono, al mono de la viruela o a la viruela del mono, o, creo recordar que me expresó un infectólogo alucinado –uno de tantos–: ¡Fredy, te vas a convertir en mono!

Aunque para el infortunio del infectólogo –uno de tantos– no me sentía mono, sí, la terrible enfermedad, ya con nombre propio, me estaba deformando y transformando en un ser que no reconocía ante el espejo, extraño y farsante, pero me seguía sintiendo humano. Eso poco le importó al infectólogo –uno de tantos– y a la ilustre dermatóloga, para ellos, en su conciencia compartida, siameses doctorales del horror, el Fredy que yo sentía ser a contraluz del espejo ya estaba aniquilado y se había convertido en un asqueroso mono que debía ser fotografiado. Fotos aquí y fotos allá, fotos con mi celular personal, porque sí, así no lo creas, “es para la academia”.

Pero a diferencia del Samsa agonizante me seguía sintiendo humano. No sé muy bien por qué, sí era debido a las oraciones desesperadas y siempre oportunas de mi madre, al llanto entrañable de mi hermano, a los libros del ciclo Bolaño que todavía tenía pendientes por leer (tras sobrevivir a Santa Teresa). No sé. Me negaba a verme en el espejo transformado en un mono tan impersonal como asqueroso, el que sí veían los médicos, el que nunca vio mi madre, el que se me apareció en pesadillas, el que me condenó a muerte, pero, en el último instante, en el más decisivo, como si de una rememoración dostoievskiana se tratara, me conmutó la pena de muerte por un exilio en Siberia.

Exiliado y vivo. Vivo y humanizado. Humanizado y esperanzado. Al salir del hospital, tras once días luchando por acrecentar la humanidad percibida, le pedí a un amable taxista, para quien tampoco era un asqueroso mono, que se diera un aventón por la entrada de la Universidad de Antioquia. Solo necesitaba una contemplación, desde la ventana del taxi y no desde el balcón del hospital. La clave siempre está en la ventana

Mi destino de mármol, por el momento, no fue el de Gregorio Samsa. Algún día sí lo será, y lo que sea de mi memoria, o mi recuerdo, de lo que fui o no llegue a ser, de la vanidad, de los intereses creados, de las expectativas que no son mías, del orgullo, del deseo… terminará en un basurero. Designio común y total. No lo resiento.

Tras varios meses de esa malograda transformación (¿o no?) que el endemoniado azar y no el desenfreno sexual –para mi infortunio personal e innecesaria aclaración extrapersonal– me ofreció, puedo concluir dos cosas; primera, no me he traicionado, así que puedo disponer de mi cabeza en cualquier guillotina, ¿alguna propuesta?; segunda, podré seguir leyendo y conversando con mis amigos –que es lo mismo– otro rato más, eso creo.

Fredy Chaverra Colorado

Politólogo, UdeA. Magister en Ciencia Política. Asesor e investigador. Es colaborador de Las2orillas y columnista de los portales LaOrejaRoja y LaOtraVoz.

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