Subir el salario mínimo en Colombia: una intención con réditos más políticos que sociales

Cada diciembre repetimos los mismos rituales: comer buñuelos insaciablemente, bailar la misma música parrandera y ver la discusión sobre el salario mínimo entre el gobierno, los gremios y los trabajadores. Los empresarios piden “prudencia”, sindicatos exigen “dignidad” y el Gobierno busca un número que pueda venderse como victoria social. El debate lo podemos resumir en una pregunta: ¿qué tan alto puede subir el salario mínimo sin convertir un alivio para algunos en un problema para muchos?

La discusión ha tenido un punto de partida relativamente claro. Con una inflación anual alrededor de 5,5% (octubre de 2025) y una productividad total de los factores productivos cercana a 0,9% (año corrido a tercer trimestre), más alta que la del solo trabajo, el “piso técnico” de la negociación ronda 6,4% (inflación + productividad). La propuesta gremial se ubica cerca de 7,2%, mientras que la sindical habla de 16%. La brecha no es solo política: es el reflejo de dos diagnósticos distintos sobre la economía y, sobre todo, sobre el mercado laboral colombiano, aunque el resultado es más político que técnico.

Mi tesis es directa: subir el salario mínimo es deseable, pero en Colombia se vuelve riesgoso cuando se usa como atajo para resolver problemas que no son salariales, sino de productividad, informalidad e indexación. Un aumento alto puede ser popular en el corto plazo, pero cubre un porcentaje bajo de la población y es costoso en el mediano plazo.

El salario mínimo no es solo un dato: es una palanca de precios.

En Colombia el mínimo funciona también como unidad de cuenta: arrastra tarifas, multas, contratos, servicios y ajustes que se mueven por inercia. Eso significa que, si el aumento es muy superior a lo consistente con inflación y productividad, no se queda en los bolsillos de los trabajadores formales; se filtra a precios y costos a lo largo y ancho de la economía.

Por eso el Banco de la República suele advertir algo que, aunque impopular, es real: cuando el salario mínimo sube muy por encima de lo “técnico”, la inflación se vuelve más obstinada y la política monetaria termina siendo más exigente. En otras palabras: el país paga el aumento con más inflación y con tasas de interés altas por más tiempo. Y esa combinación castiga, especialmente, a los hogares que viven del crédito y a las pequeñas empresas que se financian caro.

El riesgo laboral: proteger a los de adentro y cerrar la puerta a los de afuera

Este es el punto más delicado. En Colombia el problema no es solo el nivel del salario mínimo, es la estructura del empleo. Tenemos 24 millones de empleados. Los que ganan el salario mínimo son cinco millones, que son, a su vez, el 45% de los empleados formales. 13 millones de trabajadores son informales, y muchos de ellos no ganan ni el mínimo. La mayoría de empleos los generan las pequeñas empresas, a las cuales los costos laborales les pesan bastante.

En ese país partido en dos, una parte importante de la población no se beneficia del mínimo porque no está formalizada o porque está por debajo del umbral. Si subimos el mínimo mucho, ¿qué pasa? Que encarecemos el empleo formal y empujamos a muchas empresas, sobre todo micro y pequeñas, a tomar decisiones defensivas: contratar menos, recortar horas, sustituir trabajo por informalidad o, en el peor de los casos, cerrar.

En el mundo económico esto es incómodo, si se quiere injusto, pero simple: si elevas el costo de contratar por encima del valor productivo esperado de un trabajador, la demanda por ese trabajador cae. El efecto es mayor en jóvenes, trabajadores con baja calificación y regiones donde la productividad es menor. Es decir, el impacto recae en los más vulnerables.

Esto introduce una paradoja distributiva: un aumento alto del mínimo puede terminar siendo regresivo. Beneficia a quienes ya están dentro del mercado formal (que, además, suelen tener mayor estabilidad) y perjudica a quienes están fuera o intentando entrar. Termina funcionando como una barrera de acceso al empleo formal.

El periodo 2025-2027 agrega un componente nuevo: el costo laboral total está subiendo por varias vías

La reforma laboral aprobada en 2025 elevó costos por recargos y horarios (por ejemplo, el recargo nocturno se adelanta a las 7:00 p.m., y el dominical/festivo escala hacia 100% en los próximos años). Esto significa que, incluso con un aumento moderado del salario mínimo, muchas empresas verán un incremento adicional en su nómina efectiva. Si el mínimo sube mucho y además suben recargos, el shock no es marginal: tiene un efecto acumulativo en el tiempo.

En sectores intensivos en mano de obra y horarios extendidos (comercio, restaurantes, estaciones de servicios, vigilancia, logística), ese impacto puede trasladarse a precios o a ajustes de personal. Y volvemos al mismo dilema: inflación o menos empleo.

Entonces, ¿qué sería una decisión responsable?

Primero, no confundir deseo con sostenibilidad. Todos queremos que el salario real suba. La discusión es cómo hacerlo sin deteriorar el empleo formal y sin reactivar la inflación. En ese sentido, un aumento cercano a la zona 6%-7% es defendible: preserva poder adquisitivo (si la inflación sigue bajando) y mantiene una relación razonable con productividad.

Segundo, si el Gobierno quiere ir “un poco más allá”, debería hacerlo con un paquete que reduzca los daños colaterales; por ejemplo:

1) Desindexación gradual y explícita. Si el salario mínimo sigue siendo la regla de ajuste automático para tantos rubros, cualquier aumento “generoso” se convierte en inflación por diseño. Hay que separar el salario mínimo de precios administrados y cobros que no deberían moverse mecánicamente con él.

2) Reducir el costo de formalizar, sobre todo para micro y pequeñas empresas. Si el país quiere que más personas se beneficien de los incrementos del mínimo, necesita que más personas estén en formalidad. Eso se logra con simplificación, costos no salariales mejor diseñados, reglas claras y una inspección laboral inteligente. Subir el mínimo sin una estrategia de formalización es como subir el techo de una casa sin arreglar las bases: se ve bien, pero no sostiene.

Conclusión: el salario mínimo no reemplaza la política de desarrollo

No necesitamos elegir entre dignidad y responsabilidad. Debemos entender que la dignidad salarial sostenible no sale de un decreto, sino de más productividad y más formalidad. Un aumento demasiado alto puede lucir como triunfo en diciembre y terminar como frustración más adelante: inflación que se come el ajuste, empleo formal que se frena, informalidad que crece y una economía que se ajusta por donde duele.

La decisión sensata es subir el salario mínimo lo suficiente para proteger el ingreso real, pero no tanto como para convertirlo en un motor de inflación y exclusión laboral. En el largo plazo, el verdadero “salario mínimo digno” no se decreta: se produce.

David Tobón Orozco

Profesor titular, Departamento de Economía UdeA.

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