Resistir con la razón: una mirada kantiana a la educación en tiempos de inteligencia artificial

En este último año, mientras observo cómo la Inteligencia Artificial (IA) se convierte en una presencia cotidiana en la vida académica, vuelvo una y otra vez a un texto que parecía pertenecer a otra época: ¿Qué es la Ilustración? (2004), de Immanuel Kant. Nunca pensé que ese breve escrito, destinado a reflexionar sobre tutelas y libertades en otro tiempo, resonaría tan profundamente en medio de algoritmos, plataformas y sistemas capaces de generar respuestas en segundos. Y, sin embargo, pasa algo curioso, cada vez que observo una escena en el aula de clase donde la IA se adelanta al pensamiento, ese texto reaparece con una nitidez que me sorprende.

Kant decía que la humanidad suele permanecer en la “minoría de edad” no porque le falte inteligencia, sino porque le falta valor para usarla sin la guía de otro. Esa dificultad podría tener su origen en la tendencia a lo confortable, ya que pensar requiere un esfuerzo pausado y, en ocasiones, desafiante; dejar que un tutor piense y decida por nosotros puede resultar sumamente tentador. Hasta hace poco, ese tutor era el sacerdote, el gobernante, el científico, el médico, el experto que decía qué creer, qué hacer, cómo pensar. Hoy, en cambio, ese tutor ha tomado otra forma, ya no es una figura de autoridad humana, sino una IA que responde con precisión y velocidad, sin cuestionamientos, sin vacilaciones y sin exigir ningún esfuerzo por parte de quien pregunta.

En las aulas de hoy, este cambio se percibe con creciente claridad. Esa constatación despierta en mí una mezcla de sorpresa e inquietud al ver que muchos estudiantes ya no sienten la necesidad de atravesar la experiencia del pensamiento. La respuesta aparece antes de la pregunta. El análisis llega sin que haya existido lectura. El argumento se formula sin que haya habido diálogo interior. Y esto ocurre no porque falte capacidad, sino porque la inmediatez tecnológica hace que pensar parezca innecesario.

Lo percibo en trabajos que llegan impecables, bien estructurados, casi deslumbrantes, pero en los que no logro encontrar la huella auténtica de la voz del estudiante, ese gesto personal que revela un proceso propio de búsqueda. También lo advierto en discusiones donde algunos repiten ideas generadas de forma automática, sin detenerse a pensar que, tras esa perfección formal, puede no haber comprensión real, ni un diálogo íntimo con el problema, ni el riesgo que implica construir un pensamiento propio.

Kant insistía en que sapere aude (atrévete a pensar) es la consigna fundamental de la Ilustración. Y hoy, ese llamado adquiere otro matiz, ya no se dirige únicamente contra autoridades que pretenden imponerse, sino contra la comodidad tecnológica que nos invita a renunciar al esfuerzo reflexivo. Elaborar ideas propias dejó de ser una simple tarea intelectual y se ha convertido en un gesto de resistencia frente a la lógica de la inmediatez.

En mi experiencia docente, esta tensión me atraviesa de manera constante. Cuando les pido escribir un análisis sobre un texto o contestar una pregunta argumentativa, percibo que algunos se inquietan ante el vacío de la página en blanco. Esa incomodidad, que antes funcionaba como un punto de partida fértil para el pensamiento, hoy parece vivirse como un obstáculo que urge resolver cuanto antes. Y la IA está ahí, disponible para ofrecer una salida inmediata. Así, el paso más desafiante como elaborar una idea propia termina reemplazado por una consulta, muchas veces formulada de manera imprecisa, pero que la IA consigue responder.

Ese es, quizás, el aspecto que más me preocupa. La dependencia ya no se dirige hacia una autoridad humana, sino hacia una “inteligencia” que aparece como objetiva, neutra y eficiente. No se experimenta como obediencia, sino como una opción sencilla y cómoda. Pero precisamente esa aparente sencillez, tan seductora a primera vista, puede terminar erosionando nuestra capacidad de pensar por cuenta propia.

En las prácticas pedagógicas, esto tiene implicaciones profundas. Una de las metas esenciales de la educación siempre ha sido formar criterio propio y cultivar el pensamiento crítico. No se trata solo de transmitir contenidos, sino de enseñar a interpretar, distinguir, argumentar y sostener un juicio. Cuando un estudiante acude a la IA antes de atravesar ese proceso, el resultado puede ser un texto impecable, pero no necesariamente una comprensión genuina.

He tenido conversaciones con estudiantes en las que, después de presentar trabajos muy bien escritos, no logran explicar el sentido de lo que entregaron. No porque no sean capaces, sino porque la reflexión nunca ocurrió. La forma sustituyó al fondo. Y entonces surge la pregunta: ¿cómo evaluar autonomía si ya no sabemos qué parte del proceso pertenece realmente al estudiante?

Esta situación también nos interpela a los docentes. La IA nos obliga a revisar nuestras prácticas, expectativas y formas de acompañar el pensamiento. No podemos seguir evaluando únicamente productos. Necesitamos diseñar procesos, conversaciones, experiencias que impliquen presencia reflexiva. Necesitamos invitar a los estudiantes a pensar antes de consultar, a dudar antes de copiar, a equivocarse antes de pedir una solución automática.

La educación, si quiere seguir siendo un espacio de emancipación, necesita recuperar su dimensión más humana, aquella que involucra el tiempo, la paciencia y la vulnerabilidad del pensamiento. Pensar no consiste únicamente en alcanzar una respuesta, implica recorrer un camino. Supone confrontar la incertidumbre, la dificultad y el vacío inicial, y permitir que una idea se vaya gestando con lentitud, que dialogue con otras y que poco a poco adquiera su propio peso.

La IA no puede reemplazar ese proceso, puede acompañarlo, pero no realizarlo en nuestro lugar. Puede facilitar tareas, pero no puede hacerse responsable del juicio. Puede escribir un texto, pero no puede vivir el acto de comprender. Y esa diferencia resulta crucial en la educación, la comprensión sigue siendo un acto esencialmente humano, incluso cuando la información que manejamos proviene de una máquina.

En un mundo donde la IA parece capaz de responderlo todo, la autonomía de pensamiento se vuelve una conquista todavía más valiosa. Y quizá más frágil. La verdadera libertad intelectual no está en acceder a respuestas, sino en formarlas. En decidir qué creemos, qué sostenemos, qué interpretamos. En aprender a distinguir entre lo que una máquina puede decir y lo que nosotros necesitamos pensar.

Por eso, hoy enseñar a pensar implica también enseñar a no ceder demasiado pronto nuestra capacidad de juicio. Implica mostrar que el atajo no siempre conduce a la comprensión y que la duda, lejos de ser una molestia, es el punto de partida de todo conocimiento. Supone, además, formar una relación crítica con la IA, usarla con prudencia, con conciencia de sus límites y desde un lugar donde el pensamiento humano sigue siendo el centro y no un accesorio prescindible.

En la actualidad, la educación debe recordarnos que la razón no es un proceso automático, sino un esfuerzo vital que requiere presencia, atención y compromiso. Que la autonomía no nace de la facilidad, sino de la valentía de enfrentar preguntas que no ofrecen respuestas inmediatas. Y que pensar, incluso cuando una máquina pueda hacerlo por nosotros, sigue siendo la manera más profunda de afirmar nuestra humanidad, de mantener nuestra capacidad de discernir y de fomentar un mundo donde la reflexión no sea reemplazada por la mera eficiencia.

Referencia bibliográfica

Kant, I. (2004). ¿Qué es la Ilustración? y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia (R. R. Aramayo, Ed.). Alianza Editorial.

Jorge Alberto López-Guzmán

Politólogo, Antropólogo, Filósofo, Especialista en Gobierno y Políticas Públicas, Magíster en Gobierno y Políticas Públicas y Doctor en Antropología.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.