La Justicia de Antígona: La Paz Incompleta y la Tragedia de lo Posible

“Sófocles nos enseña que no hay tragedia más devastadora que la que nace de la incomprensión. Creonte, creyendo defender la ley, termina destruyendo lo que más ama.”


En la tragedia griega de Antígona, Sófocles nos enfrenta a un dilema tan antiguo como la política: ¿qué ocurre cuando la ley del Estado choca con la ley moral, cuando el deber jurídico entra en conflicto con la dignidad humana? Antígona entierra a su hermano, aun cuando hacerlo está prohibido, pues reconoce un deber superior hacia los muertos y hacia la verdad. Creonte, en cambio, defiende la ley escrita, convencido de que sin orden no hay ciudad posible. Ninguno está completamente equivocado; ninguno está completamente en lo correcto. Por eso la obra es una tragedia: porque ambos pierden. Y perder era, quizá, inevitable.

Colombia vive, nueve años después de la firma del Acuerdo Final con las FARC, una paradoja muy similar. La paz exigió una justicia distinta: no retributiva, sino restaurativa. Y esa decisión, histórica y necesaria, es al mismo tiempo fuente de esperanza y de desconfianza. La JEP y el Acuerdo de Paz están atrapados en esa tensión trágica donde la legalidad, la legitimidad, el perdón, la reparación y la seguridad se reclaman unos a otros sin llegar a integrarse del todo.

Pese a las críticas, Colombia logró algo que en el mundo contemporáneo pocas naciones han alcanzado: la desmovilización y dejación de armas de una guerrilla con presencia en más de la mitad del territorio. Más del 95% de los firmantes sigue cumpliendo con sus compromisos, aun sin la totalidad de los recursos prometidos, aun sin tierra suficiente, sin proyectos productivos estables y, en muchos casos, reincorporados por su propia cuenta, sosteniéndose con trabajos informales y arriesgando la vida en regiones donde operan disidencias y grupos armados.

El conflicto, aunque transformado y aún vivo en otras expresiones, dejó de ser una guerra nacional. Miles de vidas se salvaron; regiones enteras experimentaron por primera vez en décadas años de relativa calma. Y las víctimas, por primera vez, ocuparon el centro de un sistema que no solo prometió justicia, sino verdad, reconocimiento y reparación.

Pero como en Antígona, donde enterrar al hermano implica desafiar un orden que aún existe, en Colombia reparar y sancionar implica hacerlo en territorios donde la violencia no ha cesado. ¿Cómo materializar penas restaurativas en zonas donde la presencia estatal es frágil, donde hay minas antipersonal, donde las disidencias hostigan y las comunidades viven bajo amenaza? ¿Cómo garantizar que los comparecientes cumplan sus sanciones si no se puede garantizar su seguridad básica?

Este es uno de los mayores desafíos del Sistema Integral: las sanciones propias —trabajos restaurativos, obras en beneficio de las víctimas, medidas de reconstrucción ambiental, búsqueda de desaparecidos— requieren presencia territorial, líderes comunitarios vivos, garantías de no repetición, una institucionalidad coordinada y recursos. Nada de esto existe plenamente. Por eso, muchas víctimas temen que la reparación termine siendo apenas simbólica, una verdad sin cuerpo, una memoria sin obra concreta.

Lo mismo ocurre con la justicia retributiva: si un compareciente no dice la verdad o incumple, debe pasar a un régimen de prisión ordinaria. Sin embargo, incluso ese tránsito requiere investigaciones completas, seguridad para los testigos, fiscales en terreno. La tragedia es que el país exige justicia plena en condiciones donde apenas puede garantizar justicia mínima.

Antígona exige un deber hacia los muertos; Creonte exige un deber hacia la ciudad. La JEP, atrapada entre ambos polos, ha intentado crear un puente donde la justicia sea creíble sin ser destructiva, donde la verdad sea transformadora sin impedir la paz. Pero como en la tragedia, ninguna salida es completamente limpia.

Si exigimos prisión para todos, no habríamos tenido acuerdo; y sin acuerdo, seguiríamos enterrando muertos sin verdad. Pero si aceptamos una paz sin cárceles tradicionales, debemos enfrentar la pregunta incómoda: ¿es suficiente la verdad para reparar una vida rota?

Sófocles nos enseña que no hay tragedia más devastadora que la que nace de la incomprensión. Creonte, creyendo defender la ley, termina destruyendo lo que más ama. Colombia corre el mismo riesgo: si la sociedad rechaza la justicia transicional porque no se parece a la justicia penal, si el Estado no cumple lo que prometió, si la reparación se queda en actos simbólicos por falta de seguridad, podríamos terminar perdiendo tanto la paz como la justicia.

El desafío no es elegir entre Antígona o Creonte, entre compasión o castigo, entre paz o justicia. El desafío es reconocer que ambas leyes nos interpelan y que solo combinándolas —verdad para los muertos, justicia para los vivos, seguridad para los territorios, presencia estatal real— podremos evitar la catástrofe moral que arrasó a Tebas.

La JEP no es perfecta. El Acuerdo tampoco. Pero ambos representan el mejor intento de Colombia por enterrar a sus muertos con dignidad sin seguir enterrando a sus hijos.

José Esteban Bello Pedraza

Abogado y consultor en sostenibilidad, derechos humanos y minería. Mi objetivo es emprender acciones en lo público y lo privado teniendo la responsabilidad con los derechos humanos y el medio ambiente como pilares para generar riqueza y desarrollo. He tenido la oportunidad de participar en proceos sociales, comunitarios y empresariales en diferentes ámbitos y lugares del país para consolidar al sector minero energético, las comunidades y proceos organizativos y las pequeñas empresas agrarias y mineras como motor de desarrollo local y regional. Creo en la paz como un horizonte etico para el que se trabaja día a día.

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