Petro, la mitomanía y la perpetua necesidad de victimizarse

En su empeño por ejercer un mayor control sobre el relato y protegerse de cualquier posible escrutinio, Gustavo Francisco Petro Urrego ha adoptado una postura cada vez más beligerante hacia los medios de comunicación: censura implícita hacia los medios extranjeros, estigmatización abierta hacia los periodistas nacionales y un discurso constante de deslegitimación que busca instalar la idea de que toda crítica forma parte de un complot. Sin embargo, es importante señalar que esta estrategia no se basa en un debate serio sobre la libertad de expresión, sino más bien en un intento desesperado por desviar la atención de las prácticas cuestionables que comienzan a afectar a sus círculos más cercanos.


Cuando un gobierno se ve en la necesidad de silenciar voces con el fin de ocultar escándalos, ello indica que la corrupción ha dejado de ser un problema externo para convertirse en un mal endémico que lo está afectando de manera interna. Gustavo Francisco Petro Urrego ha demostrado en repetidas ocasiones que su proyecto político se fundamenta menos en la gestión pública y más en la construcción emocional de un relato épico en el que él mismo se presenta como un héroe incomprendido y el país como un escenario hostil que no valora su “misión histórica”. En su narrativa, cualquier crítica se interpreta como una persecución, cada pregunta se considera un ataque y cada escándalo se atribuye a una conspiración de las “élites” para destruirlo. Sin embargo, el discurso de victimización ha perdido su eficacia para ocultar el deterioro evidente de su gobierno y desviar la atención de las polémicas que lo rodean.

El caso más reciente evidencia esta inclinación mitómana: mientras el país se encuentra inmerso en debates relacionados con las acusaciones dirigidas al General Juan Miguel Huertas y las inquietudes sobre el estilo de vida de Verónica Alcocer en Suecia, su presidente recurre a la estrategia habitual. No se contempla la posibilidad de realizar una evaluación crítica interna. No se ha llevado a cabo una reflexión institucional. En respuesta a la situación, se manifiesta una reacción emocional, defensiva y casi automática: “Nos quieren destruir”. Sin embargo, el país ha decidido ya no aceptar este recurso como argumento político. Las cuestiones que actualmente suscitan preocupación entre la ciudadanía no provienen de la oposición, sino de una realidad que prevalece a pesar del discurso presidencial.

La implementación de programas sociales, la gestión presupuestaria, la diplomacia y la discrepancia entre la austeridad proclamada y ciertos comportamientos de su círculo cercano persisten independientemente de las declaraciones de Gustavo Francisco Petro Urrego como víctima. La polémica en torno al General Huertas, más allá de sus matices, plantea interrogantes sobre la gestión improvisada, la falta de transparencia y el uso político de la fuerza pública. Es pertinente mencionar que no es la primera vez que una acción presentada como una solución transformadora enfrenta cuestionamientos en cuanto a su implementación, costos y beneficiarios potenciales. La discrepancia entre la promesa de carácter épico y el resultado tangible constituye uno de los patrones más evidentes del gobierno.

A todo lo ya expuesto se suma el estilo de vida de Verónica Alcocer en Estocolmo, los lujos y gastos suntuosos de la “primera dama” no serían problemático si no existiera la contradicción entre el discurso de austeridad moral que predica su mandatario y la realidad de ese vínculo matrimonial que observan los ciudadanos. Gustavo Francisco Petro Urrego busca limitar la discusión a una cuestión moral: “las críticas se basan en el odio hacia de su presidente”. La cuestión fundamental que se plantea es de naturaleza institucional, no personal: ¿cuál es la distinción entre la representación simbólica del Estado y el uso inapropiado de recursos o privilegios? ¿En qué punto la diplomacia cultural se convierte en derroche? ¿Por qué el gobierno responde con desdén en lugar de con transparencia?

El dilema fundamental radica en que Gustavo Francisco Petro Urrego edificó su legitimidad sobre una narrativa que actualmente no puede sustentar la carga de los hechos. La mitomanía política, caracterizada por la exageración, la reinterpretación y la victimización, puede ser útil para movilizar emociones, pero no para gobernar de manera efectiva. Cuando el discurso entra en conflicto con la realidad, la narrativa se ve comprometida. En lugar de abordar las cuestiones con la debida madurez institucional, su mandatario opta por su estrategia habitual: crear enemigos ficticios, transformar cualquier crítica en persecución y presentarse como un mártir del sistema. Sin embargo, en la actualidad, dicha estrategia parece haber alcanzado sus límites. No se trata de una pérdida de capacidad retórica, sino de una reacción a la insistencia en explicaciones emocionales en lugar de resultados tangibles. El país ha expresado su necesidad de soluciones concretas y efectivas.

Gustavo Francisco Petro Urrego sostiene que sus detractores carecen de comprensión respecto a su proyecto. Sin embargo, el país comienza a albergar sospechas de que el gobierno interpreta de manera excesivamente precisa su mensaje: un gobierno que se percibe como una víctima constante, que antepone la narrativa a la gestión efectiva, que privilegia el relato sobre los resultados tangibles y que busca ocultar los problemas estructurales con una actitud reactiva, como si la indignación fuera suficiente para gobernar adecuadamente. Mientras tanto, la realidad permanece inalterable, ajena a las arengas de X y a los discursos incendiarios. Es importante entender que los escándalos no desaparecen simplemente porque su presidente los ignore o los minimice. Es importante señalar que las dudas no se resuelven simplemente porque se declaren infundadas. La situación del país no muestra señales de mejora debido a la insistencia de su mandatario en atribuir la responsabilidad de los problemas a terceros. La mitomanía puede ser útil a la hora de construir un apología; sin embargo, no es valioso a la hora de construir un país.

Los vínculos políticos y la cercanía del Gobierno con individuos cuya reputación dista mucho de ser intachable no son un asunto menor ni una exageración de la oposición: son el reflejo de un proyecto que confunde inclusión con permisividad y que ha permitido que actores no santos tengan niveles de incidencia que antes habrían sido impensables en la Casa de Nariño. La distinción entre gobernar para los marginados y gobernar con los cuestionados se ha tornado peligrosamente difusa, lo que ha generado una erosión de la confianza pública, ha fomentado la desconfianza y ha intensificado la percepción de que en Colombia ya no es evidente quién está realmente tomando las decisiones.

A ello se suma la ideología beligerante que Gustavo Francisco Petro Urrego ha inoculado en cada rincón del aparato estatal: una lógica de confrontación permanente, de sospecha hacia las instituciones, de demonización del disenso y de ruptura con cualquier noción de estabilidad democrática. El resultado es un país atrapado en una polarización corrosiva, con un modelo económico paralizado, un clima social enrarecido y un Estado debilitado por guerras internas. La inestabilidad, que se ha ido acumulando progresivamente y que resulta cada vez más difícil de contener, dejará una herida profunda que será difícil de reparar. El próximo mandatario no heredará simplemente un gobierno fallido; heredará un país fracturado.

Andrés Barrios Rubio

PhD. en Contenidos de Comunicación en la Era Digital, Comunicador Social – Periodista. 23 años de experiencia laboral en el área del periodística, 20 en la investigación y docencia universitaria, y 10 en la dirección de proyectos académicos y profesionales. Experiencia en la gestión de proyectos, los medios de comunicación masiva, las TIC, el análisis de audiencias, la administración de actividades de docencia, investigación y proyección social, publicación de artículos académicos, blogs y podcasts.

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