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Colombia acaba de comprometerse con la compra militar más grande de sus últimos años; una operación decisiva para la defensa de la seguridad nacional, pero que deja entrever las costuras del tejido discursivo de un gobierno que brilla por su incoherencia.
Vayamos a los hechos duros: la flota de aviones de combate de la Fuerza Aérea Colombiana (FAC) consta de 16 aviones Kfir de fabricación israelí que entraron en servicio en nuestro país en 1989. A lo largo de los años han recibido actualizaciones en sistemas de tiro y navegación y han jugado un rol determinante en el éxito operacional de nuestras Fuerzas Militares (FFMM) contra grupos al margen de la ley. Sin embargo, debido a la obsolescencia y al desgaste natural de estas aeronaves, su mantenimiento se ha vuelto cada vez más costoso y las relaciones con el país de origen no pasan por su mejor momento; sobra decir que esto se explica, en parte, por la improvisación en las relaciones internacionales del actual gobierno.
Seamos claros: la actualización de nuestra flota aérea es necesaria. No obstante, el debate aquí no es de tipo técnico. Aunque hay suspicacias en el costo del contrato —sobre todo cuando se compara con lo que habrían costado los F-16 Block 70 y con la adquisición de aeronaves Gripen por parte del gobierno de Tailandia— lo cierto es que el contrato colombiano incluye cláusulas de offset que no eran posibles con la compra de los F-16 y que la negociación tailandesa no contempló.
La transferencia de tecnología y la existencia de un socio regional como Brasil son elementos que, desde el punto de vista técnico, deben ser considerados en una compra de este tipo. Por ese lado, el contrato puede justificarse. El problema, sin embargo, es político y moral.
Los aviones siempre se necesitaron: en el gobierno anterior y en el actual. Pero este gobierno, que calificó como de “grado máximo de irresponsabilidad” una compra de este tipo, hoy decide adelantarla en medio de un déficit fiscal grave, en buena medida causado por su propia irresponsabilidad, y sin las claridades suficientes sobre el tema subyacente que debería justificarla: la estrategia de seguridad y paz del país. No es necesario insistir demasiado en que la llamada “paz total” es un completo desastre: improvisada e inconveniente en un país que necesitaba ganar terreno en lo militar contra los grupos armados y que, contra todo lo que la razón dicta, terminó cediéndolo en lo estratégico, en lo militar y en lo político.
Todo lo anterior ocurre en un país con la extensión del nuestro, atravesado por economías ilegales y múltiples grupos armados, y con fronteras porosas en varias direcciones. En ese contexto, la combinación entre improvisación en la política de seguridad y demoras en la renovación de las capacidades militares no puede calificarse de otra manera que como de “grado máximo de irresponsabilidad”, para citar a quien parecía saberlo todo cuando era oposición y que hoy, en el poder, navega entre la incoherencia y la incompetencia.
Lo cierto es que los países necesitan, primero, aviones para defender su soberanía y cuidar la seguridad de sus ciudadanos; y requieren, segundo, coherencia y ética para cuidar su democracia y preservar sus libertades. Pronto el gobierno de turno va a resolver lo primero, pero seguirá careciendo de lo segundo. Lo vimos en campaña y lo han ratificado en el ejercicio del poder.


















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