Cuando no bastó estar. No me fui: me soltaron.

 

Por mucho tiempo he escuchado decir que “una buena mujer no se va”. Y es verdad. Una buena mujer no se marcha porque sí, no se rinde a la primera, no abandona el amor así de fácil.

Pero con los años —y con la vida misma— he comprendido que hay algo todavía más cierto:

una buena mujer no se va… la empujan.

No deja de amar… la cansan.

No se vuelve fría… la enfrían.

Lo descubrí no en libros ni consejos ajenos, sino en carne propia. Porque pertenezco a ese grupo de mujeres que no viven de fiesta en fiesta, que no sienten atracción por las luces de las discotecas ni por el ruido de los fines de semana eternos.

Soy de las que trabajan, llegan a su casa, acomodan su mundo y encuentran paz en su propio hogar. De las que valoran un café compartido más que un bar ruidoso, una conversación tranquila más que una salida improvisada.

Y aun así, he visto —y he vivido— cómo hay hombres que confunden esa tranquilidad con conformismo, esa entrega con disponibilidad eterna, esa lealtad con obligación.

Hombres que salen, hacen planes, disfrutan de la vida… mientras dejan a un lado a la mujer que los espera con toda la ilusión del mundo.

Hombres que jamás invitan, que nunca incluyen, que se acostumbran a llamar solo cuando quieren, pero no cuando importa.

Y entonces una se pregunta:

¿De verdad no se dan cuenta?

¿O simplemente no les interesa ver el valor de lo que tienen?

Porque las mujeres como yo, como tantas, no pedimos lujos. Pedimos presencia.

No exigimos grandes gestos. Solo compañía. No queremos el mundo entero.

Solo que nos hagan parte del suyo.

Pero cuando ese lugar nunca llega… cuando la exclusión se vuelve costumbre… cuando la mujer empieza a sentirse visitante en una relación donde debería ser hogar, algo dentro de ella cambia.

Y no, no es que se vuelva fría.

La enfriaron.

No es que deje de amar.

La desgastaron.

No es que decida irse.

La soltaron, poquito a poco, sin darse cuenta.

Así que sí:

las buenas mujeres no desaparecen por arte de magia… simplemente las dejan ir.

Y cuando ellas se marchan, lo hacen en silencio, con la dignidad que siempre las caracterizó, llevándose consigo todo lo que un día ofrecieron: amor, lealtad, calma, hogar.

El vacío lo siente después quien nunca supo incluirlas. Porque una mujer que da paz, hogar y lealtad es un privilegio…

Y quien no lo entienda, simplemente no está a la altura de conservarla. Porque una buena mujer no se pierde… la pierden.

Cristina De La Hoz Mass

Técnica laboral en seguridad ocupacional.

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