Soy politólogo

El pasado 12 de noviembre se conmemoró en Colombia el día del politólogo y la politóloga. Hago énfasis en Colombia porque la conmemoración varía según la ubicación geográfica del profesional conmemorado, en Argentina es el 29 de noviembre y en otros lugares es el 22 de junio, pero la fecha es lo menos, lo importante es que se trata de un día para reflexionar sobre el ethos de profesionales que no son políticos profesionales –con notables excepciones, claro está– pero que sí contribuyen, si su vocación y disposición espiritual así lo permiten, a comprender la naturaleza del poder y las formas disonantes de la política.

Mi llegada al puerto de la Ciencia Política fue accidental. Llegué luego de navegar por varios años en las apacibles aguas de los estudios filosóficos y convencido, con ensoñación juvenil y poética, en hacer algo práctico. No fue mi primera opción tras la frustración filosófica. En primer lugar se encontraba la antropología, pero sin haber arribado a su desconocido puerto me abrumé, me asustó mi falta de comprensión de los conceptos que encontré en su plan de estudios. La segunda opción era Ciencia Política, tan solo porque en los “salvajes años de la filosofía” vi materias de filosofía política. Ese fue mi único y poco acertado criterio de selección.

Pero tan desacertado no fue, porque en las primeras clases advertí que algunos de mis compañeros tenían expectativas más decididas, o, cuando menos, más estructurales, algunos buscaban ser ministros y otros congresistas (senadores, por excelencia). Vaya confusión. Pero muy pronto comprendí que para ser político profesional (y más en Colombia) no se debe estudiar algo que pomposamente se hace denominar Ciencia Política. Aclaro que a mis compañeros tan cargados de buenas intenciones con el Ejecutivo y el Legislativo la vida los llevaría a puertos de aguas menos turbulentas.

Aunque no pretendo caricaturizar o ridiculizar las expectativas de quienes arriban al puerto de la Ciencia Política, ni más faltaba, las expectativas, sin duda, son muy importantes. Configuran parte del ethos de aquellos que empiezan y resisten en el objetivo de terminar una carrera. Las mías, lo reconozco, fueron modestas. Mi ethos por esos años solo se reducía a aprender sobre filosofía política. Ni más, ni menos. Algo aprendí, también desaprendí. Con fortuna, mi formación coincidió con el proceso de paz de La Habana y eso transformó mi visión de todo. La Ciencia Política se convirtió en un pretexto para comprender un proceso de paz y así encontré cierta unión entre lo académico y lo práctico.

Desde ese momento, el día 18 de octubre de 2012, mi vida académica, personal y laboral, con ciertos episodios vergonzosos de intensa fiebre electoral (de la cual ya estoy parcialmente curado), ha convergido en torno a la comprensión del proceso de paz. Y en su defensa he asumido todas las “trincheras” posibles: desde la academia, el movimiento social, la política electoral, el activismo. Mi ethos definitivo como politólogo se encuentra en el entendimiento y defensa de la paz. Ni más, ni menos.

No es un camino mejor o peor al que han emprendido otros colegas, es diferente; eso sí, el trasegar por el puerto de la Ciencia Política me ha permitido ver metamorfosis (como buen kafkiano que soy): el de la compañera súper activista que con el tiempo se matriculó en un grupo político tradicional y ahora posa de megacontratista estatal; el del compañero medio hippie que terminó haciéndole el juego a multinacionales en su arrasamiento de las comunidades; el del compañero que defendía a capa y espada la integridad de sus “principios” y que a los pocos años terminó solicitando un principio de oportunidad como participe directo en un entramado de corrupción; etc., y así, no son nombres propios, son trayectorias de vida.

Lo curioso es que en algún momento, una de esas compañeras, a lo sumo bastante deslumbrada por el poder seductor del capitalismo salvaje, me invitó a virar de puerto: “Fredy, usted es un man inteligente para seguir en lo mismo, consiga plata mijito”. Esa fue nuestra última conversación. Siempre he considerado que mi formación profesional per se tiene una función eminentemente social y no es un asunto personal de acumular o tener vainas, son apuestas de vida, pero esa, en particular, no es mi apuesta. Ser politólogo –para mí– implica asumirse como un sujeto social que promueve una cultura crítica y reflexiva de la participación. Ni más, ni menos.

Tampoco soy ingenuo, en mi intensa fiebre electoral conocí el poder desde sus entrañas: he visto en primera persona la transformación de aquellos que afirman nunca serán transformados; he reflexionado en madrugadas insomnes sobre existencias que se marginan en su totalidad tan solo con decir dos letras: sí; he comprendido que el ethos no es ethos cuando no se encuentra arraigado en una sólida constitución ética. Apuestas de vida “mijito” que cambian o se refuerzan al vaivén de la proverbial capacidad seductora, y, a su vez, destructora, del poder. Paradojas que se reproducen en las pequeñas dimensiones de la vida misma.

Yo solo sé que soy politólogo desde el 18 de octubre de 2012. Ese es mi día de conmemoración personal.

 

Fredy Chaverra Colorado

Politólogo, UdeA. Magister en Ciencia Política. Asesor e investigador. Es colaborador de Las2orillas y columnista de los portales LaOrejaRoja y LaOtraVoz.

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