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Colombia no está enferma por culpa de un gobierno desquiciado, el gobierno es apenas el síntoma visible de una patología más profunda: la disolución moral de su pueblo. No hay valores firmes, no hay principios compartidos, no hay reglas claras que rijan la vida en común; hay, en cambio, un relativismo moral rampante que lo justifica todo, desde el crimen hasta la pereza cívica, y que sirve de caldo de cultivo para los verdaderos agentes del caos.
Colombia ha normalizado que el narcotraficante, el paramilitar, el guerrillero o el político corrupto jamás enfrenten consecuencias reales, la impunidad es la regla y la justicia la excepción. Esto ha sembrado un mensaje brutalmente eficaz: las reglas son solo para el ciudadano del común. El que delinque a gran escala goza de protección, curules, subsidios, respeto mediático e incluso redención social. El que trabaja y respeta la ley es el idiota útil del sistema.
En este contexto, la sociedad adopta un mecanismo de defensa, relativiza. Si todo es ambiguo, si nada es del todo bueno o malo, entonces es más fácil navegar el cinismo cotidiano, es un mecanismo de supervivencia moral donde relativizar es una forma de anestesiar la conciencia.
Cuando se destruye esa regla moral común que inspiró a las civilizaciones —lo que C.S. Lewis llama el Tao, ese núcleo de principios fundamentales compartidos por todas las grandes culturas—, el ser humano queda sin brújula ética. Es allí donde los manipuladores hacen su trabajo. Dice Lewis:
“Los Manipuladores, en ese punto, estarán en condición de elegir el tipo de Tao artificial que quieran imponer, según sus propias razones adecuadas, sobre la raza humana. Son los motivadores, los creadores de motivos. Pero ¿a partir de dónde sacarán ellos esos motivos?”
La repuesta a esta pregunta que plantea Lewis es sencilla, los sacan del resentimiento, la envidia, de los años de frustración acumulada, de la necesidad de validación de una sociedad que, en el fondo, sabe que está fallando pero no quiere hacerse cargo. Ya no se construye al hombre: se lo condiciona. El manipulador no apela a lo verdadero ni a lo justo, sino a lo útil para obtener, conservar o expandir su poder. El resultado es una ciudadanía emocionalmente vulnerable, con principios negociables, fácilmente movilizable por el que diga lo que quiere oír.
El manipulador ofrece una salida fácil, “no estás mal, es el sistema el que está mal”, así seduce al ciudadano relativista, que lo acoge como a un salvador comprensivo, pero en realidad no lo comprende, lo usa. Usa su resentimiento para llegar al poder, y desde ahí mantiene la confusión, el caos, la irresponsabilidad colectiva, porque es en ese pantano donde su dominio se fortalece.
Pero finalmente, el mayor peligro del relativismo no es la degradación individual, que no deja de ser lamentable, sino el desarme del Estado. Porque en una sociedad donde no hay consenso sobre lo que está bien o mal, cualquier ejercicio legítimo del poder se convierte en sospechoso. Si el Estado actúa, reprime; si impone orden, es autoritario; si castiga, es inhumano. Y entonces el Estado ya no actúa más, se paraliza, y en consecuencia renuncia a su deber más elemental: proteger los principios sobre los cuales se fundó.
El problema no es solo político, es filosófico. Como bien advierte Popper, una sociedad que no se construye sobre valores racionales y verificables se vuelve rehén de quienes relativizan todo para destruir todo. Y como explica Lewis, una educación sin valores forma hombres sin pecho: sin corazón, sin convicciones, sin coraje.
Colombia necesita un Estado con principios firmes y operadores con carácter. No se trata de caer en el autoritarismo, sino de recuperar la noción de autoridad. La ley no puede ser negociable según el contexto cultural del delincuente y la justicia no puede subordinarse a la sensibilidad del día. La fuerza legítima del Estado no puede ser criminalizada por una sociedad que aplaude a los criminales y lapida a quien los enfrenta.
El país no saldrá de su miseria moral si sigue eligiendo líderes que validan sus peores defectos; y tampoco lo hará si sigue condenando toda firmeza como intolerancia. La verdadera libertad no se construye en el caos, sino en el orden, y el orden no nace del miedo, sino de un sistema fuerte y coherente de valores.














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