“Derrumbó la estructura de su educación secular y religiosa, recogió del suelo los pedazos que le permitieron articular un nuevo esqueleto de la experiencia.”
Walter Benjamin nunca olvidó pensar como un niño. Nunca lo abandonó la imaginación del pequeño que contempla el mundo para que este se le revele transformado. La reflexividad infantil hizo del filósofo e historiador un pensador, tal como Hannah Arendt lo definió. Su pensamiento sucede en un montaje de imágenes que develan y neutralizan los prejuicios convencionales con los que se concibe el orden del mundo. Benjamin construye un pasaje hasta la infancia usando los mecanismos singulares de una memoria que supo administrar en su concepción de la Historia. Él usa las ruinas, las huellas, las cicatrices, hace de esos desechos de la Historia los juguetes con los que traza una cartografía del pasado sobre la arquitectura del presente. Es un investigador que sabe jugar (su método); descompone los hechos en fragmentos con autonomía narrativa y con ellos organiza otros sentidos posibles antes ocultos.
Algo así como un niño que lanza contra el piso los bloques de la pequeña torre Eiffel que tiene prohibido tocar, Benjamin desde muy joven cultiva “el carácter destructivo” para excavar en él herramientas de transformación. Derrumbó la estructura de su educación secular y religiosa, recogió del suelo los pedazos que le permitieron articular un nuevo esqueleto de la experiencia, de la tradición. No cayó en la trampa del “empezar de cero”, supo que en el juego los niños encuentran lo nuevo, no en la actualidad de los juguetes, sino en el uso de los materiales.
Ese carácter, al cual le dedicó un breve ensayo, se encuentra en casi todo el pensamiento de su obra. También, en el coleccionismo de libros para niños, de juguetes, de fotografías, cosas reunidas en su condición de objetos del pasado que se conjugaron con el presente donde logró reunirlos.
El coleccionista juega destruyendo la utilidad de los objetos (su condición de mercancía) porque en su juego solo importa el tiempo que en ellos se recoge como fragmentos de antigüedad. Es una práctica con carácter destructivo que configura un modelo de historiador presente en el Libro de los pasajes. Este es el juego de Benjamin y, como el de cualquier niño absorto en su mundo con sus materiales, es serio porque su objetivo es jugar murmurando una narrativa posible, trazar en esos fragmentos un sentido de historicidad. Nunca acumularlos.
La inquietud infantil del pensamiento de Benjamin no se detuvo en ningún camino que se presentaba como suficiente. Crítico del judaísmo, crítico del capitalismo, crítico del comunismo no se entregaba pasivamente a la popularidad de ideologías dominantes. Pero, siempre atento a la dinámica de las ideas que movían el mundo, reconoció en ellas pedazos de posibilidad. Quizá, por ello, su voz ha sido perturbadora, como la de un niño que debe ser silenciado ante el confort retórico que satisface la certeza de los adultos.














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