Pocas palabras en el mundo financiero moderno suenan tan a cuento de hadas como “Aladdin”. Uno piensa en lámparas mágicas, genios y deseos concedidos. Pero Aladdin del que vamos hablar no es un mito oriental, sino un sistema de inteligencia artificial que, desde las oficinas de BlackRock, susurra al oído de la élite global hacia dónde debe fluir el dinero. Y no estamos en un cuento de las mil y una noches; esto es el capitalismo financiero del siglo XXI, un juego donde las reglas las escribe quien controla el código.
La historia que nos cuentan es la de un imperio que no necesita tanques ni decretos reales. Su territorio es el mercado global y su soberano es el capital administrativo que gobierna. BlackRock, es un gestor de activos que mueve mucho más que alrededor de 10 billones de dólares según reporta (el Financial Times y Bloomberg) —más que el PIB de la mayoría de países—, no es propiamente el villano de una película de fantasía. Es algo más sutil y, por ello, más importante: es el arquitecto de una matriz de “propiedad” donde poseer no es necesario si se puede influir. Ser dueño de aproximadamente el 8% de Apple, el 7 % de Alphabet (Google) y el 7 % Microsoft (según sus propios informes de propiedad accionaria) no es cuestión de egos; es tener un asiento— y a veces, el micrófono— en el directorio de la economía mundial.
El “oráculo de los mercados”, en medio de todo este entramado, dio a luz a uno de los hijos más preciado: Aladdin. Un sistema de IA que, referido en algunos reportes por The Wall Street Journal y la propia BlackRock, analiza en tiempo real más de 20 billones de dólares en activos. Su nombre, por supuesto, no es casualidad: promete a sus usuarios el deseo de todo inversor, la lámpara mágica de la rentabilidad, predecir el riesgo, sugerir operaciones y optimizar carteras a una escala inédita. Pero, aquí es donde el relato se bifurca: Por un lado, es innegable el beneficio de contar con herramientas que aportan eficiencia y diversificación a los mercados. Los ETF gestionados por BlacKRocK han democratizado, en teoría, el acceso a la inversión para el ciudadano común.
Sin embargo, de lo anterior, cabe un riesgo profundo, — se escapa de toda fantasía— al delegar tanto poder predictivo y decisorio aun algoritmo. Cuando Aladdin “sugiere” hacia donde debe ir el dinero, está moldeando silenciosamente el futuro de industrias enteras. Un informe de la revista Harvard Business Review ya alertaba sobre los riesgos sistemáticos de que tantos actores del mercado sigan las señales de un número reducido de plataformas algorítmicas. El problema es que lo óptimo para el marcado no siempre es lo mejor para la sociedad. ¿Qué pasa cuando ese algoritmo prioriza el rendimiento a corto plazo sobre la sostenibilidad a largo plazo? ¿O cuando su lógica fría y binaria desplaza consideraciones éticas o sociales?
El poder de BlackRock es el juego del “monopolio invisible” —y de su oráculo algorítmico— no se ejerce por la fuerza, sino por la estructura. Es la paradoja moderna: creemos que invertimos en libertad cuando compramos un ETF, pero en realidad estamos entrando en un “bucle de retroalimentación” en el que el mismo gestor controla los fondos, las acciones y, a través de los derechos de voto, el destino de las empresas. Como documento The New York Times, la influencia de BlackRocK a través de su poder de voto en miles de compañías es inmensa, lo que platea serias cuestiones sobre la gobernanza corporativa.
El efecto no se queda solo en Wall Street. Llega a tu barrio. Durante la pandemia, como reportó CNBC, BlackRock y otros grandes fondos invirtieron miles de millones en compras de viviendas unifamiliares en EE.UU., convirtiéndose en competidores directos de familias y alterando el mercado inmobiliario. La tierra, —como bien recordaremos, el caso de Ucrania y la guerra, este fondo de inversiones tiene grandes intereses junto a otro gigante como Golman Sachs sobre las tierras “negras” que aportan minerales especiales para el desarrollo de la industria armamentista— es el “monopolio final”, el ajedrez geopolítico está servido, lo invitan siempre asentarse al lado de las fichas blancas. El ciudadano de a pie juega monopoly con una hipoteca y un salario; los nuevos imperios juegan con barrios enteros y algoritmos que predicen tendencias.
¿Aprender el juego o cambiar las reglas? Frente a este panorama, la invitación es clara, —bueno, por lo menos es lo que pretendo— como leí por ahí: “aprender cómo funciona estas estructuras, o dejar de jugar como clase media”. Es un llamado pragmático, casi maquiavélico, entender que el poder hoy no está en la riqueza visible, sino en la gestión de flujo del capital. Pero, como sociedad, no podemos conformarnos con solo imitar al jugador más fuerte.
Debo decir que, la Inteligencia Artificial que comporta Aladdin es una herramienta de una potencia extraordinaria. El verdadero riesgo no es tecnológico, sino la opacidad y la concentración. The economist y el Council on Foreing Relations han publicado un análisis señalando la necesidad de una mayor supervisión de estos “gestores de activos pasivos” cuya influencia rivaliza con la de los Estados. Necesitamos, con urgencia, más transparencia en como estos algoritmos toman decisiones que nos afectan a todos. Necesitamos regulación que asegure la optimización financiera y no sacrifique el bien común. Y, sobre todo, necesitamos ciudadanos informados que exijan que el genio de la lámpara —en este caso, Aladdin— no sirva a solo el 0.01%, sino que este al servicio de una economía más justa, estable y humana.
El desafío no es pelear contra un imperio, sino evitar al imperio, venga de donde venga —y menos disfrazado de algoritmo—decida, en silencio, el futuro que todos vamos a habitar. La lámpara mágica ya está aquí, y su genio lleva corbata. La pregunta es: ¿Quién tiene derecho a frotarla?














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