“Un país que se avergüenza de su bandera no necesita enemigos: ya aprendió a rendirse solo.”
Alguna vez, la bandera fue promesa. Era el símbolo que unía, el estandarte que colgaba en los balcones los días de fiesta y que flameaba, orgullosa, en las victorias deportivas o en las gestas patrias. Tres colores que representaban un país en construcción, una tierra que aún creía que el futuro podía ser distinto. Hoy, ese tricolor se esconde, se marchita, se cambia. En las calles, en las marchas, en las redes, ondean otras banderas: causas ajenas, conflictos que no nos pertenecen, símbolos que no entienden el dolor ni la historia de este suelo.
Hace unos días, vi manifestaciones en favor de Palestina, y no cuestiono el dolor ajeno —toda guerra es tragedia—, pero me dolió la escena: decenas de jóvenes gritando con pasión por una tierra que no pisan, mientras aquí, en el país que los vio nacer, la violencia vuelve a brotar con la fuerza de los años más oscuros. En La Guajira los niños siguen muriendo de hambre; en el Cauca, la guerra nunca se fue; los policías siguen siendo atacados; los empresarios extorsionados; los campesinos desplazados. Pero para eso no hay marchas, ni banderas, ni pancartas. A Colombia nadie la defiende en las calles.
Nos duele el mundo, menos el país que habitamos. Protestamos por Palestina, pero no las víctimas secuestradas mientras sus familias son extorsionadas. Hacemos vigilia por las víctimas de Gaza, pero no por los soldados emboscados en el Catatumbo. Repetimos discursos de solidaridad internacional, pero somos incapaces de sentir compasión nacional. La empatía dejó de ser universal para volverse selectiva, y el patriotismo, que antes era virtud, se volvió sospechoso.
Nos robaron el orgullo nacional con la excusa de la corrección política. Nos hicieron creer que amar a Colombia es ser “facho”, que defender sus instituciones es ser “cómplice del sistema”, que respetar su historia es “revivir el pasado”. Y así, poco a poco, el país se quedó sin referentes, sin símbolos y sin pertenencia. Porque un país que se avergüenza de su bandera no necesita enemigos: ya aprendió a rendirse solo.
El 2021 fue el punto de quiebre: la bandera puesta al revés se convirtió en un gesto político, en el símbolo de una rabia que, aunque legítima, terminó por deformarse. Desde entonces, el tricolor se volvió sospechoso; el amor por la patria, un gesto anticuado; el orgullo nacional, una herejía. Pero ¿qué clase de país puede sobrevivir sin amarse a sí mismo? Ninguno. Un pueblo que desprecia sus colores termina sirviendo a los de otros. Y lo más grave es que el vacío no lo ocupa el silencio, lo ocupan las consignas ajenas. En vez de levantar la bandera de la justicia en Colombia, levantamos la de otras revoluciones. En vez de exigir un Estado que funcione, pedimos “resistencia global”. Y entre tanto ruido importado, se nos olvida lo esencial: aquí, donde nacimos, la patria sigue doliendo, sigue sangrando, sigue esperando.
No se trata de cerrar los ojos ante los conflictos del mundo, sino de abrirlos primero ante los nuestros. De volver a mirar a este país con el mismo fervor con el que miramos las causas lejanas. De recordar que los símbolos no son propiedad de los gobiernos ni de los partidos: pertenecen a la gente, a los que trabajan, a los que resisten, a los que, incluso sin esperanza, siguen creyendo que Colombia puede levantarse.
La bandera no es solo un trapo de colores. Es la memoria de un país que aún respira, aunque a veces parezca ahogarse. Representa a los que no se rinden, a los que producen, a los que enseñan, a los que siembran, a los que cada día vuelven a empezar. Representa al país real, no al de los discursos ni al de los extremos.
Y quizá ahí esté la tarea: volver a izarla, no como un acto de nostalgia, sino de rebeldía. Porque en un país donde se volvió moda renegar de lo nuestro, amar a Colombia es, más que un sentimiento, un deber moral.
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