Adiós a Miguel Valencia

Miguel, un gigante manso, era un dechado de sonrisas. Se había integrado al paisaje del campus de la Universidad de Antioquia, de la forma más amable. Con todos los sentidos de la palabra amable, empezando porque estableció su base de operaciones procurando no estorbar, a un costado de la entrada peatonal de la calle Barranquilla, por fuera del borde del sendero, donde ubicó su puesto de periódicos y revistas; también era amigo de todo el mundo. Cuando la frase amable con el medio ambiente no se usaba, recién construida la ciudad universitaria, Miguel se vio expuesto a la inclemencia del sol medellinense que le requemaba su piel cobriza, ante lo cual no puso toldo, ni cobertizo; en cambio, siguiendo su genética indígena, pelo nigérrimo y lacio, sembró unos árboles, y pensando en el bienestar de los estudiantes que, igual que él, estaban a la intemperie al tomar el bus, extendió la siembra hasta formar la hilera de almendros que hoy conforman la alameda que custodia el andén exterior de la universidad, en la avenida Barranquilla, y que ha devenido en símbolo de la misma.

Miguel Valencia fue estudiante de la misma universidad, cuando quedaba en el centro de la ciudad, Girardot entre las calles Pichincha y Bomboná, allí cursó unos semestres de Idiomas. Por eso sus carteles con frecuencia eran bilingües. Al parecer, su psiquismo le hizo una mala pasada, y el tratamiento psiquiátrico no le alcanzó para el reingreso. Pero, estando por fuera se convirtió en el más de la casa de Ciudad Universitaria.

Siempre de camisa y pantalón, recorría la ciudadela con pasos largos y pausados, andaba sin afán, llevando su humanidad pesada. Iba saludando y conversando con quien se encontrara, no importaba el tema, podía compartir las abstracciones nebulosas de los filósofos, así como relatividades conflictivas de los sociólogos, o las disyuntivas, legales o no, de los estudiantes de derecho; igual disfrutaba los frutos del instituto de artes, así como las rencillas de sus escuelas, tanto como el humor corrosivo de los de química, o las charlas abstrusas y aburridas de los psicólogos. Saludaba compasivo a los estudiantes de ingeniería, empotrados en las mesas de estudio, y compartía el pesimismo de los pichones de maestro. Se enteraba de las componendas de carreras y facultades por el manejo del pénsum y del presupuesto, así como de los truquitos y maromas del Consejo Superior, del Académico, y de la rectoría.

Ni el mismo rector hacía una ronda como las de Miguel, que procuraba hacerla una o dos veces al día, tal un caballero andante por los campos de la U de A. y lo haría a la usanza del manchego, de no ser por su hermana, compañera de trabajo y de pobreza, que lo aterrizaba en la realidad cada que podía, y que velaba por mantener a flote la precaria economía familiar.

Iba Miguel en busca de dos cosas: información para comunicar, y cartones, o tableros desechados, para poner en ellos las noticias. En su periódico mural del puesto de periódicos, se anunciaba el número de la lotería, el día dedicado a cada profesión, la elección del presidente de Estados Unidos, la candidata coronada como reina de belleza, más la masacre, o el magnicidio, de cada día. También ponía frases célebres, algunas con versión en inglés, así como letras de canciones de los Beatles. Publicó el nombramiento de trece presidentes de Colombia, y la elección de seis papas. También fijaba las noticias de las declaratorias de Estado de Sitio, o de los frecuentes allanamientos y cierres de la universidad, lo que lo desplazaba a buscar su sustento en el centro de Medellín, a donde trasladaba su puesto de ventas, prescindiendo del noticiario. Meses, hasta años después, cuando se daba la reapertura era el primero en llegar a abrir su puesto, a poner su periódico mural, y a saludar en la entrada.

Pese a que la de Antioquia tenía una Facultad de Comunicación Social, Miguel era él el único y verdadero comunicador de la universidad, mantenía a la comunidad universitaria informada de lo que acontecía en ella: al pasar por su puesto se enteraba uno si había o no asamblea, y de los resultados de esta, cuando la había. También, informaba oralmente sobre los sucesos de algún tropel, o de acontecimientos frescos.

En sus carteleras, solían ser varias, se enteraba uno de los procesos de elección de representantes estudiantiles, de decanos, y de rectores; de los estudiantes, o profesores, detenidos, o desaparecidos; así como de aquellos que sufrieron algún percance, un robo, o un accidente. Cuando el hecho había ocurrido en la universidad, él mismo redactaba el informe completo, detallado, que llenaba los vacíos de información de la comunidad universitaria. La misma que pidió para él un merecido título honorífico de comunicador social periodista, pero tal facultad fue mezquina con el vendedor de periódicos que sí comunicaba a la U de A.

Su periódico mural era el único obituario de la universidad, allí se registraba el fallecimiento del miembro de alguno de los estamentos: el que fue atropellado, el que murió por enfermedad, el abaleado… su letra grande, reteñida, cuando escribía con tiza, llevó la crónica del costo de las violencias que sacudieron a la U de A. Años después de haber egresado, pasando en un bus, al mirar un tablero de esos me enteré de la muerte de un entrañable condiscípulo de mi generación. Este sábado once de octubre de 2025, en ese espacio informativo que Miguel Valencia creó, otra mano escribió su nombre, anunciando su deceso. La universidad perdió no sólo a su comunicador, ha perdido en aquel gigante amable a uno de sus símbolos.

José Darío Castrillón Orozco

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