¿Es viable un departamento sin carreteras?

Cada vez que un camionero se enfrenta al tortuoso camino hacia el suroeste antioqueño, se hace evidente una verdad que nos negamos a aceptar: Antioquia, motor de desarrollo y orgullo nacional, sufre un atraso vial vergonzoso. Derrumbes, laderas inestables, cierres permanentes y obras inconclusas son parte del paisaje que encierra a una región productiva, trabajadora y olvidada.

Basta mirar tres heridas abiertas para entender la magnitud del problema.
La primera, el derrumbe de Sinifaná, un punto que lleva más de seis años siendo el tormento de transportadores y viajeros. Allí, la improvisación técnica llegó al absurdo de “pavimentar” un derrumbe activo. Hoy, el famoso repecho se convirtió en símbolo del fracaso ingenieril y de la ausencia de planeación.

La segunda herida, La Chuchita, en la cuenca del río San Juan, donde un derrumbe de proporciones colosales sepultó parte del territorio y, con él, las esperanzas de comunicación entre Medellín, Ciudad Bolívar, el departamento del Chocó, Hispania, Betania, Andes y Jardín. Nadie entiende cómo una emergencia natural terminó convertida en un negocio de movimiento de tierras. Algo huele mal entre tanta tierra removida.

Y la tercera, la vergonzosa carretera Medellín–Quibdó, un proyecto que acumula más de treinta años de promesas, contratos y recursos evaporados. Hoy sigue siendo un viacrucis atravesar de Ciudad Bolívar al Carmen de Atrato. ¿Dónde están los resultados? ¿Dónde los responsables?

Mientras tanto, los héroes anónimos del volante —los transportadores— continúan llevando los alimentos y productos que sostienen la economía, cruzando trochas que más parecen caminos de guerra que rutas de progreso.

En el municipio de Andes, por ejemplo, de los 420 kilómetros de vías terciarias, apenas el 10 % está en buen estado. ¿Cómo puede una región agrícola sostener su producción si no puede sacar sus cosechas? ¿Cómo hablar de competitividad cuando moverse unos kilómetros significa perder medio día?

Hace más de cuarenta años, el coronel Farouk Yanine Díaz advertía: “El nombre de la paz es carreteras.” Y tenía razón. Las regiones aisladas son terreno fértil para la violencia. Hoy, el suroeste antioqueño enfrenta un aumento alarmante de homicidios, en el solo municipio de Andes, —más del 500% en lo que va del año— precisamente donde el Estado no llega, donde no hay vías, donde las trochas sustituyen los caminos del progreso y una pregunta que no puede dejar de plantearse, ¿y en dónde esta el alcalde de Andes?

La historia se repite: donde no hay Estado, mandan otros. Guerrillas, bandas y grupos armados llenan el vacío institucional. Y lo más grave, se consolidan como poder local en territorios desconectados, donde la ley y la justicia solo se conocen por televisión.

El historiador inglés Malcolm Deas decía que Colombia era un país paradójico: mantenía su democracia en medio de la violencia. Tal vez porque, a pesar de todo, seguimos creyendo. Pero la fe no basta: se necesitan obras, decisiones y voluntad.

Hoy, cuando el gobierno insiste en su “política de paz total”, habría que recordarle que, sin vías, no hay paz posible. Las carreteras no solo conectan pueblos: conectan esperanzas, mercados, educación, salud y oportunidades.

Antioquia no puede seguir siendo una suma de regiones aisladas unidas por trochas y promesas incumplidas.

El desarrollo no pasa por discursos, sino por asfalto.

Y la paz, más que una firma, necesita caminos por donde pueda transitar la vida.

 

Luis Carlos Gaviria Echavarría

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