“El campo, ese horrible lugar donde los pollos se pasean crudos”
Gabriel García Márquez
“El Cobarde muere cien veces, el valiente solo una”
(Willian Shakespeare y Jorge Luis Borges)
En mi última columna realicé un listado de temas o asuntos de actualidad que a mi juicio merecían un artículo o crónica. Como es apenas obvio, nadie acudió al llamado, por lo que me corresponde escribir sobre ellos. Mientras preparo mis “tatucos”, a modo de respiro ante tanta malparidez y para calentar la mano, me ejercito con estas notas sobre vivir sabroso en el campo.
Muchas amistades exclaman ¡que dicha!, cuando les cuento que hace seis años vivo en una pequeña finca en un municipio cercano. Me reclaman que ya soy un burgués o terrateniente que vive en el campo y que envidian mi estatus de “neocampesino” aislado del mundanal ruido de la ciudad, su contaminación e inseguridad. Con los días, he aprendido a reírme comprensivo de mis amistades mientras les recito la frase de mi querida madre, que después de 13 años de muerta se ha erigido en mi Edipo Filosófico: “la procesión va por dentro”. O aquella de que “nadie conoce del amor las tristes penas”
Les explico entonces que llegué a la casita de campo como un exiliado económico de la pandemia y que permanezco en esta cárcel de verdes barrotes ajeno a mi voluntad. Que el campo no es tan bueno como lo pintan y para tranquilizar su envidia, les digo que mi suerte no ha sido la mejor.
Entonces les enumero mis pequeñas tragedias, la mayor de las cuales, no fue el cultivo de caña que el trapiche me cambió por 40 panelas, ni los tres robos en los que vecinos avivatos se alzaron con guadaña, telescopio, cajas de herramientas, televisor nuevo, fumigadora, dos cervezas y media de ron que estaban en la nevera.
Que mi mayor desventura no ha sido el cultivo de maíz y frijol que un verano me secó, ni los pastos King grass y Braquiaria que en cada invierno invaden con ferocidad la tierrita y pocos cultivos que poseo; ni la dicha de tener que pagar hasta por el saludo ya que soy un jubilado rico que ni siquiera trabaja la tierra. Mucho menos el cuento chimbo de Petrosky de revivir al Idema e incentivar el campo con precios justos para cosechas, que como las naranjas que se dan por aquí, solo se pagan a $40.000 pesos el bulto de 60 kilos puesto en el pueblo.
A decir verdad, no todo ha sido regular. Fuera de templar mi carácter, tener más tiempo para leer y escribir bobadas, vivir en el campo me ha internacionalizado, pues pude conocer y “torear” la proverbial tacañería española compartiendo con dos amigos de esa nacionalidad los primeros medes de la pandemia.
Lo peor de vivir en el campo no han sido pues los pequeños tropiezos sufridos, ni el detalle fatal de los días que transcurren iguales y monótonos, con los pájaros cantando a la misma hora con los mismos trinos y melodías, el sol saliendo siempre a las seis de la mañana y clareando a eso de las cinco treinta. Sí el invierno viene, la guacharacas o gallinas de monte no paran de graznar desesperadas y no hay que olvidar es que en la biblia campesina llamada “Almanaque Bristol”, los días y los meses no son más que fases de la misma luna. Todos los días son uno solo, un calco después de otro, excepto cuando llueve, que es cuando el agua hace el milagro de transmutar un día en una semana.
Lo anterior es nada comparado con mis vecinos: la terrible y amargada familia Vanegas. La culpable de que este lunes festivo el sueño me doblegue sobre el teclado desde el mediodía, las ojeras me conviertan en un mapache de dos patas y la irritabilidad me asalte con solo respirar. Los Vanegas son una bella, tierna y humilde familia campesina que todos los días, desde las seis de la maña hasta las 10 de la noche sintoniza, a todo volumen, un ruido amenizado por un borracho llamado don Ebrio. El mismo ruido que se escucha en taxis, buses y establecimientos públicos en el pueblo. El mismo que acompaña en sus transistores a los trabajadores del campo. Esta humilde familia, no contenta con la serenata diaria lanzada desde un bafle de medio metro vuelto hacia mi casa, no deja pasar un fin de semana para dedicarme toda la noche las poéticas letras de la mal llamada “música popular”, aquella en la que el aguardiente corre como ríos y la borrachera y los cachos no dan tregua, las mujeres son un engaño total y la burda picaresca aparece de vez cuando pidiendo ver el “apacharrao” de la novia. Esta dosis dura desde las diez de la noche hasta las ocho de la mañana del día siguiente cuando la policía, mamada de mis reclamos telefónicos, aparece para obligarlos a bajarle al volumen. Durante la larga noche y la fría madrugada y solo para desahogarme, había llamado muchas veces al cuadrante, a la Estación de Policía y a las autoridades, de las cuales aún conservo el número telefónico, pidiendo auxilio para poder dormir mi asma, mi rinitis alérgica y los achaques y enfermedades propias de esta vejez aplastante.
Pero la diaria serenata con ¡Olímpica: que nos pone de todo y bien bueno!, es lo de menos, lo peor es que durante estos años han corrido su lindero sobre mi predio en alrededor de 30 metros cuadrados, con un truco muy popular entre los campesinos avivatos: sembrar basura en el lindero y sobre ella San Joaquín. La razón de tal conducta, por la cual por la cual inquirí buenamente al vecino me la dio su hijo, un adolescente cargado de odio y opiáceos que me gritó incansablemente, después de amenazarme de muerte, que lo hacían para para aburrirme, para que yo, que era un rico, les comprara su casa para ellos irse a vivir bacano en un apartamento en el pueblo. Que yo era un viejo hpta, amargado, ricachón y humillativo al cual no lo quería ni su hijo. .
En lo único que tuvo razón fue en llamarme viejo y humillativo. Humillativo porque mientras arreglaban su casa, vivieron seis meses gratis en la casa contigua a la mía que les facilité; porqué el papá trabajó en mi parcela durante varios meses hasta que desapareció luego de prestarle varios miles de pesos para atender el embarazo precoz de su joven hija, porqué le pagué a la mamá el oneroso trabajo d barrer el frente de mi casa y sobre todo, porque mamado de sus cagadas y avances sobre mi lindero, deje de hablarles y desde hace rato ni el saludo les doy. Dejo para para alguna próxima crónica el relato sobre el mayordomo que conseguí después de lidiar con varios trabadores de la localidad.
Así que para los pocos que lean esta columna: Si quieren vivir maluco háganlo en una vereda campesina o compren mi finca, que la doy bien barata y la estoy vendiendo casi desde que la compre!!
En algún lugar de las montañas de Antioquia, octubre 13 de 2025.
*Abogado de la Universidad de Antioquia.
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