“Sin España no habría América, al menos no ésta que habla, piensa y sueña en castellano. No habría universidades centenarias ni catedrales, ni derecho indiano, ni realismo mágico, ni el Quijote, ni el barroco americano. Habría, quizá, factorías inglesas o puertos holandeses, pero no habría cultura”.
La historia -dice el Filósofo Miguel García-Baró- son los hechos patentes, los fenómenos a la luz de las conciencias, es decir, lo que fue; por su parte, la intrahistoria es lo que queda: el pueblo, la cultura. Bajo esa premisa, aquélla queda inmóvil en el pasado y su juzgamiento en el futuro es el mayor símbolo del absurdo.
Si el siglo XVIII es el siglo de las luces, el siglo XXI es el de la histeria colectiva y la falsa profecía; bajo este contexto, se ha vuelto común exigir al Reino de España perdón por sus hechos efectuados durante la Conquista de América. Y, ¿cómo, por qué o para qué pedir perdón por ser origen, raíz y semilla de lo que somos?; además, ¿con el código moral del siglo XXI (decadente, por cierto) vamos a juzgar hombres del siglo XV? Tal pretensión no solo es la estulticia intelectual llevada al culmen, sino un acto de soberbia inconmensurable.
El gran error contemporáneo no solo consiste en interpretar el pasado bajo el prisma de las ideas actuales, omitiendo -por maldad o estupidez- que toda época posee sus propias categorías morales, su cosmovisión, su sistema político y jurídico, su idea de lo bueno y de lo malo. Aunado a lo anterior, el humano moderno es, por regla general, miope y astigmático, pues todo lo que considera bueno pretende que sea impuesto como tal, y todo aquello con lo que no está de acuerdo lo pretende juzgar y censurar.
En el siglo XV el mundo no giraba en torno a la protección universal de los derechos humanos, ni rendía pleitesía al errado modelo democrático. Esta es la centuria de los cambios: por un lado cae definitivamente el imperio romano (sí, Bizancio era Roma y el 23 de mayo de 1453 desaparece en manos de los turcos otomanos); y por el otro, el 14 de octubre de 1492 un grupo de psicópatas comandados por un hombre presuntamente Genovés en tres carabelas que pensaron que sería una buena idea navegar más allá de los límites de su mundo conocido, arribaron a una isla ‘asiática’, sin darse cuenta que estaban pisando por primera vez aquel trozo de tierra que luego Américo Vespucio concluiría tajantemente su naturaleza como continente autónomo y no como una porción de Asia, por lo que sería llamada América. El mundo del descubrimiento es el mundo de la fe y de la expansión del orden cristiano, principios que, como medida del mundo, forjaron el proyecto que hoy conocemos como Hispanoamérica (no, no es la América Latina; es la América Hispana).
Ahora bien, toda conquista es, por antonomasia, un acto violento. Ningún pueblo y ningún Estado -por regla general- tiene su génesis en un simple acuerdo, pues al fin de cuentas, el Estado se crea institucionalizar de manera legítima el uso de la fuerza. La historia de las civilizaciones es la historia del filo de la espada y la voluntad de subyugar al otro. Ni Roma, ni el mundo Helénico, ni el gran Egipto, ni el Imperio Inglés, ni el Califato Islámico Omeya de Córdoba han pedido perdón por irrumpir contra los Galos, Persas, Israelíes, Zulú y Visigodos, respectivamente. Y no tienen por qué hacerlo: en el pasado no se pide perdón, sólo se asume su ocurrencia.
Y aunque la Conquista de América no fue la excepción a las condiciones de conquista de otros pueblos, tampoco fue el acto de barbarie que la propaganda anglosajona se empeña en repetir. Incluso en medio del asombro y la ambición de haber encontrado nuevas tierras, los Reyes Católicos mantuvieron un principio rector: la dignidad cristiana también era aplicable a los nuevos pueblos. Por eso, Colón (quien abusó de su posición contra los indígenas) fue llamado a juicio y despojado de sus privilegios. Incluso para los estándares de su tiempo, sus abusos resultaron inaceptables.
El Reino de Castilla y Aragón (que llamaremos España para no entrar en los tejemanejes del surgimiento del Imperio Español y para facilidad del lector) no vino a saquear, sino a fundar. No vino a destruir, sino a unir. A diferencia de las colonias inglesas y holandesas —que basaron su poder en el saqueo, la segregación, el genocidio y la esclavitud—, la empresa hispánica fue un proyecto de integración civilizatoria. Isabel la Católica lo entendió con claridad cuando ordenó que los pueblos conquistados sean sus súbditos y, como vasallos de la Corona, contaran con los mismos derechos y obligaciones que los nacidos en Castilla. Su voluntad era inequívoca: fundar una comunidad de reinos, no una colonia de esclavos. “Casaos con ellos, para ser uno solo”, instruyó, y en esa frase se resume la diferencia esencial entre el mundo hispánico y el anglosajón: mientras unos separaban, nosotros nos mezclábamos; mientras ellos imponían, nosotros nos incorporábamos.
La llamada “Conquista” fue, a su vez, una compleja red de alianzas políticas entre pueblos que, viendo a un aliado poderoso llegar y hartos de los imperios que los oprimían, apoyaron explícitamente a la corona. Verbi gratia, Hernán Cortés no conquistó Tenochtitlán solo con un centenar de españoles, sino con un ejército de más de cien mil indígenas que vieron en los mexicas a sus verdugos. y en los castellanos su salvación. Fue una guerra entre pueblos americanos catalizada por un puñado de europeos que actuaron como articuladores de un nuevo orden. Quien no comprenda eso, no entiende América.
Entrando en el siglo XVII, el centro del Imperio español no era la península, sino América. Desde México y Lima se administraron los territorios, se trazaron las rutas, se fundaron universidades, hospitales, ayuntamientos y catedrales. Desde allí se gobernó un imperio que unía tres continentes bajo una misma lengua y fe. América no fue colonia: fue parte del cuerpo político de la monarquía hispánica. Por eso hoy compartimos no solo un idioma, sino una raíz espiritual y cultural que nos hermana desde Filipinas hasta Andalucía, desde Bogotá hasta Sevilla.
Quienes hoy exigen “perdones históricos” no buscan justicia, sino fractura. Pretenden despojar a Hispanoamérica de su identidad para reducirla a una caricatura de víctima perpetua. Es el mismo revisionismo anglosajón que nos quiere fragmentados, avergonzados de nuestro origen, dóciles ante su hegemonía cultural. Pero un pueblo que pide perdón por su historia renuncia a su alma. Y no se trata de negar la violencia ni los errores; se trata de entenderlos en su contexto. La Conquista fue dolorosa, pero también creadora. De ese encuentro —a veces tenso, a veces fraternal— surgió la civilización mestiza más vasta del planeta. En nosotros conviven el latín y el náhuatl, el quechua, el castellano, la cruz y el sol: somos uno y somos todos. Somos el fruto de una síntesis y no de una derrota.
España no tiene que pedir perdón, como tampoco debemos pedirlo nosotros, los hijos de esa unión. Lo que necesitamos es reconciliarnos con nuestra historia, comprenderla sin odios ni resentimientos, reconocer en ella la génesis de lo que somos: una comunidad de destino, una lengua común, una herencia compartida. Pretender que España pida perdón es desconocer que sin España no habría América, al menos no ésta que habla, piensa y sueña en castellano. No habría universidades centenarias ni catedrales, ni derecho indiano, ni realismo mágico, ni el Quijote, ni el barroco americano. Habría, quizá, factorías inglesas o puertos holandeses, pero no habría cultura.
Por todo ello, no: España no tiene que pedir perdón. Lo que debemos pedir, más bien, es perdón a la verdad por haberla traicionado tanto tiempo.
“No os preguntarán por mí,
que en estos tiempos a nadie
le da lustre haber nacido
segundón en casa grande;
pero si pregunta alguno,
bueno será contestarle
que, español, a toda vena
amé, reñí, di mi sangre,
pensé poco, recé mucho,
jugué bien, perdí bastante
y, porque esa empresa loca
que nunca debió tentarme,
que, perdiendo ofende a todos,
que, triunfando alcanza a nadie,
no quise salir del mundo
sin poner mi pica en Flandes.
¡Por España!
y el que quiera defenderla,
honrado muera.
Y el traidor que la abandone,
no tenga quien le perdone,
ni en Tierra Santa cobijo,
ni una cruz en sus despojos,
ni las manos de un buen hijo
para cerrarle los ojos”.
Atribuido por Eduardo Marquina a Hernando de Acuña.
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