“Gustavo Francisco Petro Urrego, en el ejercicio de su cargo, es un exmilitante del M-19 que no ha logrado desprenderse completamente de su pasado insurgente. Su presidente ejerce el poder caracterizado por las dinámicas de confrontación propias de la guerrilla. Sus discursos, impregnados de resentimiento, su constante intento de dividir al país entre enemigos y aliados, su desdén por las instituciones y su tendencia a victimizarse frente a la crítica no son meramente aspectos de su estilo político, sino que reflejan una mentalidad forjada en la lógica de la lucha armada, donde la causa siempre justifica los medios.”
El estilo de Gustavo Francisco Petro Urrego no se corresponde con el de un estadista comprometido con el fortalecimiento de la democracia, sino con el de un militante que continúa librando su batalla personal contra el estado que en el pasado intentó subvertir. La verdadera tragedia que enfrenta Colombia en la actualidad radica en haber ubicado en la Casa de Nariño a un individuo que, en lugar de superar su pasado, lo revive diariamente y lo proyecta sobre el presente de la nación. Colombia se muestra como un país que parece destinado a reiterar sus desaciertos históricos y a coexistir con sus opresores bajo el concepto de «reconciliación». De entre la amplia gama de cicatrices dejadas por el siglo XX, pocas se destacan por su profundidad y controversia como las asociadas al Movimiento 19 de Abril (M-19). Lo que comenzó como una sublevación con objetivos de redención social terminó convirtiéndose en un grupo armado que generó dolor, miedo y desconfianza en las instituciones, dejando tras de sí un legado negativo que aún condiciona la democracia colombiana.
El Movimiento 19 de Abril (M-19) fue creado en 1970 como respuesta a lo que se denominó un fraude electoral contra Gustavo Rojas Pinilla. La estrategia inicial, que se caracterizó por enarbolar la bandera de la «defensa de la democracia», pronto demostró su inconsistencia con los verdaderos propósitos de los involucrados, que no eran otros que dinamitar los cimientos de la institucionalidad. Robos de naturaleza simbólica, como el de la espada de Bolívar, fueron romantizados como gestos de rebeldía. Sin embargo, la épica revolucionaria se desvaneció cuando se recurrió al secuestro, la extorsión, el asesinato y la toma violenta de escenarios civiles y estatales. El punto de inflexión se produjo con la tragedia del Palacio de Justicia en 1985. Con el propósito de llevar a cabo un juicio contra el presidente de la República, el M-19 irrumpió en la sede principal del poder judicial, reteniendo a magistrados y funcionarios, y generando un ambiente de terror y devastación. En el día de los hechos, no solo se produjo el incendio de un edificio, sino que también se erosionó la confianza en el estado y se fracturó la fe ciudadana en que la justicia podía actuar como garante de la democracia. La narrativa posterior procuró minimizar las responsabilidades, pero los hechos son irrefutables, el M-19 introdujo el terrorismo en el corazón mismo de la institucionalidad colombiana.
El acuerdo político de desmovilización de 1990, celebrado como un hito de paz, introdujo en realidad una grave distorsión en los principios éticos de la democracia del país, al premiar a aquellos que habían utilizado las armas y acceder a posiciones de liderazgo político, obteniendo visibilidad en los medios de comunicación y reconocimiento social. Mientras las víctimas lloraban a sus muertos y reclamaban verdad y justicia, los excombatientes ocupaban cargos en el gobierno, en ministerios y en posiciones de liderazgo político. La lección que quedó instalada fue clara, en Colombia, la violencia es una estrategia que puede resultar efectiva. Es posible que el mayor legado del M-19 haya sido la legitimación del chantaje armado como estrategia de ascenso político. A partir de entonces, otros grupos ilegales comprendieron que podían asesinar, secuestrar y aterrorizar para posteriormente negociar con el estado una entrada triunfal a la vida pública. La violencia se convirtió en un medio para alcanzar el poder, y la democracia quedó supeditada a la voluntad de aquellos que impusieron su autoridad mediante la fuerza armada.
Ciertamente, resulta cuando menos preocupante la idealización cultural y mediática de sus líderes. Algunos de ellos fueron presentados como «rebeldes con causa», intelectuales de la insurrección o incluso «constructores de la paz». Se ha omitido la consideración de que sus manos estaban manchadas de sangre, que sus acciones han destruido familias enteras y que su lucha ha representado una traición a los valores democráticos que supuestamente defiende. La historia reciente evidencia los riesgos de tal indulgencia: individuos que emergieron de las filas del M-19 alcanzaron la Presidencia de la República, legitimando a nivel institucional la narrativa que justifica la violencia como un medio aceptable. El resultado es un país atrapado en una contradicción, se habla de paz, pero se premia a los violentos; se reclama justicia, pero se exonera a los victimarios; se invoca la democracia, pero se tolera que quienes un día la atacaron hoy la administren. Esta incoherencia ha generado una democracia frágil, susceptible a manipulaciones y en constante riesgo de colapso ante las decisiones de líderes progresistas con antecedentes insurgentes.
Es crucial que Colombia comprenda la diferencia entre reconciliación e impunidad, así como entre heroísmo y barbarie. El M-19 no dejó un legado de democracia ni de transformación social; por el contrario, dejó la preocupante enseñanza de que el uso de las armas puede facilitar el acceso al poder. Este mensaje continúa ejerciendo una influencia negativa, alimentando la desconfianza de los ciudadanos y legitimando nuevas formas de violencia. Es preciso señalar que el M-19 no fue un movimiento libertador, sino una organización armada que lamentablemente dejó un reguero de víctimas y un país más débil. Su legado no es la democracia, sino la traición a ella. Mientras Colombia no asuma con honestidad dicha realidad, estará condenada a experimentar repetidamente la misma situación bajo diferentes circunstancias.
La política colombiana tiende a mostrarse indulgente con el pasado de sus líderes, hasta el punto de hacer invisibles trayectorias que en cualquier democracia sólida serían inaceptables. El caso de Gustavo Francisco Petro Urrego constituye un ejemplo ilustrativo, un exmilitante del M-19 que, a pesar de su incorporación a la vía institucional, no logró despojarse del talante insurgente que forjó su carrera. En la actualidad, desde la Casa de Nariño, cada gesto, cada palabra y cada decisión de su gobierno reflejan inequívocamente la influencia de un guerrillero que ha mantenido su pensamiento y su actuar inalterables a lo largo del tiempo. En el ejercicio del poder, su mandatario se ha caracterizado por el maniqueísmo propio del combatiente armado, divide a la sociedad entre amigos y enemigos, entre pueblo y oligarquía, entre buenos y malos. Esta lógica binaria no contribuye a la construcción de una democracia sólida, sino que, por el contrario, la erosiona. Este enfoque, anteriormente utilizado para justificar la violencia insurgente, ha sido adaptado y trasladado al ámbito político. La premisa fundamental que subyace en este cambio es que la confrontación constante es la única vía para transformar la realidad.
El estilo de gobierno de Gustavo Francisco Petro Urrego refleja una marcada tendencia hacia tácticas insurgentes, caracterizadas por el uso estratégico del discurso como herramienta de persuasión, la manipulación narrativa para proyectar victimización y la construcción de enemigos simbólicos para unir a sus seguidores. El insurgente que en su momento promovía consignas contra la «oligarquía» se ha convertido en el mismo gobernante que actualmente acusa de conspiración a quienes se oponen a sus reformas. Optó por cambiar su indumentaria por un atuendo más formal, pero mantuvo intacta su estrategia de confrontación constante. Colombia depositó su confianza en que, con el transcurso del tiempo, un exguerrillero podría desarrollar las habilidades y cualidades de un estadista. Sin embargo, la realidad evidencia lo contrario, el pasado insurgente de su presidente no constituye un capítulo cerrado, sino que se erige como la matriz que define su presente político. El país no eligió a un reformista, sino a un exmilitante guerrillero que, desde el poder, gobierna como tal. Este es, probablemente, el mayor riesgo para la democracia colombiana.
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