Soy hijo de la universidad pública. Me formé como abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia y desde mis años de estudiante, siempre desde el respeto y el diálogo, he defendido las luchas que tocan la misión y visión de la educación pública; entre ellas: la dignificación de los profesores de cátedra; el aumento en la cobertura; la ampliación de los programas de bienestar estudiantil; la creación de protocolos de atención y acción de violencias basadas en género; matricula cero y, especialmente, la reforma a la Ley 30 de 1992.
La ley 30 es una norma desactualizada que en su componente financiero -artículo 86 y 87- establece que los recursos para la educación superior pública se aumentarán sobre la base del Índice de Precios al Consumidor (IPC), siendo este un criterio que a mediados de los años 90 tal vez resultada apropiado, pero que ya resulta anacrónico porque no corresponde con la actual realidad de una universidad pública que en tres décadas se ha transformado, creciendo tanto en la cantidad de estudiantes matriculados en pregrados como en la cualificación académica de sus profesores.
Además no tiene en consideración los importantes procesos de expansión, regionalización y ampliación en la cobertura que ha caracterizado a la universidad pública en las últimas décadas -y en lo que la UdeA es un referente en el país- llevando su oferta a territorios históricamente excluidos.
De ahí que su reforma se haya convertido en un reclamo histórico del movimiento estudiantil, en una necesidad para estabilizar las finanzas de la universidad pública y garantizar su sostenibilidad. Es una lucha de décadas que, por fin, se encuentra a dos debates de encontrar solución, puesto que el Gobierno del cambio, comprometido con el movimiento estudiantil, le metió el acelerador en el Senado a un proyecto de ley que la reforma y establece un modelo de financiación más equilibrado y sostenible para todas las universidades públicas.
Según ese nuevo modelo los recursos se aumentarán a partir de un índice especial (ICES) elaborado por el DANE y que reflejaría los costos reales de las instituciones, incluyendo salarios de docentes y gastos de funcionamiento. La reforma también cobija a las instituciones técnicas y tecnológicas. Y, a mediano plazo, fija un compromiso: en los próximos 15 años, la inversión en educación superior pública crecerá progresivamente hasta alcanzar el 1 % del PIB. Acercando al país a los estándares internacionales. ¡Es un logro histórico!,
¡El Gobierno del cambio le cumple así a los estudiantes y a la universidad pública!
Ahora, le corresponde a la Cámara de Representantes concluir con la aprobación de la reforma. Solo restan dos debates, uno en Comisión Sexta y otro en plenaria, para que sea una realidad y así saldar una deuda con la educación superior pública y con miles de estudiantes. La Cámara tiene una responsabilidad con el presente y el futuro del país.
Siempre firme en la defensa de la educación superior pública, avanzamos, con un paso trascendental que nace del Gobierno para reducir una desfinanciación estructural. Es un legado que debemos cuidar y defender. Por la educación, todo.
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